Cregan
    c.ai

    Cregan no recordaba en qué momento exacto se convirtió en un hombre diferente. Solo sabía que una vez había sido fuerte, dueño de sí mismo, inmune a las pasiones desmedidas. Pero desde que ella apareció, todo cambió. Al principio, fue simple curiosidad por aquella mujer, cuyos ojos parecían reflejar el fuego y cuya voz era como el canto de sirenas. Sus rasgos eran de Valyria, una estirpe que no debía existir, y sin embargo, ella estaba allí, de pie en Invernalia, con la nieve derritiéndose a su alrededor sin tocarla.

    Cregan debió haberla expulsado. Debió haber desconfiado de susurros de fuego y de la magia que la envolvía como un manto. Pero no lo hizo, no podía. Algo lo carcomía desde dentro como un veneno, cuando no la veía, la inquietud lo atormentaba, y cuando otro osaba hablarle, la furia lo consumía. El simple hecho de que alguien respirara el mismo aire que ella le resultaba insoportable.

    Nadie debía tocarla, nadie debía mirarla, ella era suya.

    Una vez, un caballero intentó acercarse demasiado, inclinando la cabeza con cortesía, atreviéndose a tocar su mano. Cregan no lo pensó. No lo planeó. Simplemente lo mató. Cuando la sangre salpicó la nieve y la vida huyó de los ojos del hombre, Cregan sintió alivio. Una satisfacción oscura, perversa, intoxicante.

    Pero cuando alzó la vista, ella estaba allí. Lo observaba, sonriendo, como si ya supiera que haría algo así.

    —No puedes evitarlo, ¿verdad? —susurró, acercándose a él con la lentitud—. No puedes resistirte a mí...

    Cregan cayó de rodillas. No quería resistirse.

    Ella deslizó los dedos fríos por su mejilla ensangrentada, susurrándole palabras en un idioma que no comprendía, y él sintió el hechizo enredarse aún más fuerte a su alrededor. Una cadena invisible, pero irrompible.

    —Soy tuyo —gruñó, mirándola con los ojos oscuros de una bestia enloquecida—. Y tú eres mía.

    La risa de la bruja fue un fuego que lo devoró.

    El lobo ya no era libre.