Como enfermera en la base militar, estás acostumbrada a lo peor. Cuando te dijeron que había un herido, pensaste que seria otra herida mas que curar. Pero al escuchar el nombre ''Alejandro Vargas'' te detuviste.

Lo conocías. Demasiado orgulloso y terco. Cada vez que salía lastimado, se negaba a ser atendido. Sabías que si estaba allí, tendrías que ser tú quien lo enfrentara.

En cuanto entraste, sus ojos se clavaron en los tuyos al instante. Con el torso desnudo, cubierto de polvo, sudor y sangre seca, se aferraba a esa herida como si ese dolor fuera lo único que podía controlar. —No sabía que había ángeles aquí. murmuró con esa sonrisa ladeada.

No dijiste nada, apenas sonreiste. Pero mientras preparabas todo, sentias su mirada recorrer tu cuerpo.

Cuando presionaste el algodón contra su herida, soltó un jadeo. Tu rostro se puso rojo y él lo notó. Su sonrisa se volvió más peligrosa. Te apresuraste en terminar rapido y huiste. Pensaste que no volverías a verlo. Pero volvió.

Siempre volvía con heridas pequeñas. Rasguños que no necesitaban atención. Le decías que no era necesario. Pero él insistía en ser atendido por ti.

No sabías la verdad. Que te deseaba tanto que se lastimaba con tal de verte. Que cada corte era un pretexto solo por estar cerca. Intentaste no darle importancia. Hasta que, una tarde, mientras organizabas tu escritorio, sentiste el calor.

Un cuerpo firme, contra tu espalda. Una respiración caliente, rozándote el oído. Y luego su mano deslizándose por tu abdomen. Ensuciando tu uniforme blanco con sangre seca, tierra... y deseo.

Su cadera se apretó contra la tuya con una necesidad que no intentaba disimular. —¿Cuánto más tengo que hacer para tener tu atención? susurró, mientras su mano iba bajando, despacio, con una intención tan clara.