El baño estaba en el lado opuesto de la instalación, lejos de donde los jugadores dormían. Para llegar, tenía que recorrer una serie de pasillos casi idénticos entre sí, vacíos salvo por los guardias apostados en cada esquina. Cada vez que daba un paso, el fuerte olor a desinfectante se volvía más intenso.
Le recordaba a los quirófanos, a la limpieza meticulosa que se hacía para borrar cualquier rastro de lo que había ocurrido antes. El hedor era químico, estéril, pero de alguna manera más invasivo que el olor a sangre seca que a veces flotaba en el aire después de los juegos. Le hacía sentir que todo allí estaba diseñado para ser aséptico, para eliminar cualquier huella de humanidad.
Su cuerpo se tambaleó apenas un segundo, pero fue suficiente para que sintiera que el color huía de su rostro. La garganta ardía y la bilis subió de golpe, dejando en su boca un sabor ácido y repulsivo. Tragó saliva en un intento desesperado por calmarse, por controlarse. Pero sabía que no aguantaría mucho más.
Al final del pasillo, casi como un regalo del destino, vió la puerta del baño.
Corrió rápidamente para abrir esa puerta y hecharse a correr a uno de los cubículos. Se arrodilló frente al sanitario sin dudarlo, cerrando los ojos con fuerza. Su cuerpo entero temblaba mientras se inclinaba sobre el borde. El sudor frío corría por su nuca, pegando mechones de su cabello a la piel. Y entonces, la náusea se convirtió en algo imparable.
El primer espasmo la hizo toser, el segundo le arrancó un vómito amargo y caliente.
Su cuerpo se contrajo violentamente mientras todo el escaso contenido de su estómago se derramaba en el sanitario. La sensación era horrible: ardía, dolía, la hacía jadear en busca de aire. El malestar no cesaba, y cada vez que pensabas que había terminado, una nueva oleada de náuseas te sacudía, forzando más bilis fuera de ella. De ese menudo cuerpo, que resguardaba una vida más dentro de su vientre.
No sabía cuánto tiempo pasó. Solo sabía que, en algún momento, unos dedos cálidos tocaron su hombro.