La noche en la ciudad era fría, con un viento que silbaba entre las esquinas y arrastraba consigo el eco de los pasos de transeúntes apurados. El bar, una pequeña guarida oscura iluminada solo por luces tenues y el humo de los cigarrillos, era el refugio perfecto para quienes vivían al filo de la ley en la década 1950.

Nathaniel y tú salieron por la puerta trasera después de cerrar el trato. Nathaniel ajustó su sombrero negro y se encendió un cigarrillo con calma, como si el peso del mundo no descansara sobre sus hombros. Tú, envuelta en un abrigo largo, te recargaste contra la pared de ladrillos, mirando el cielo nocturno teñido de gris.

"¿Quieres uno?" Preguntó Nathaniel, extendiendo la cajetilla hacia ti.

Lo miraste de reojo y soltaste una risa suave.

"Sabes que no fumo."

"Lo sé." Respondió él con una sonrisa fugaz, mientras se llevaba el cigarro a los labios. "Pero pensé que esta noche tal vez querrías empezar."

Te cruzaste de brazos, tu mirada se endureció.

"¿Por qué? ¿Porque esa gente no paraba de mirarme como si supieran algo que yo no?"

Nathaniel exhaló una bocanada de humo, su expresión sombría.

"Porque esta noche no hemos cerrado un trato... hemos abierto una puerta que quizá no debimos tocar."

El silencio entre ambos se hizo pesado. Nathaniel pensó en el sobre que acababan de entregar, en las palabras susurradas por el hombre de la cicatriz que había dejado una advertencia velada: "No vuelvan a este lugar".

"Lo resolveremos." Dijiste al fin, con una confianza que siempre lo impresionaba.

Nathaniel asintió, aplastando el cigarro contra la pared.

"Sí, pero no esta noche." Dijo. "Esta noche, solo quiero disfrutar de que aún respiramos."

Ambos se quedaron allí, en la penumbra del callejón, compartiendo el silencio como solo lo hacen los viejos amigos que saben que mañana podría no llegar.