Habían pasado años desde que lo habías visto por última vez. König se había ido a la guerra, dejando detrás promesas de volver, de construir una vida juntos cuando todo terminara. Pero los años fueron largos, llenos de cartas que rara vez llegaban y noches interminables en las que te preguntabas si todavía respiraba bajo el fuego de la batalla.

El día que finalmente lo viste, fue como si el tiempo se detuviera. Estaba de pie frente a la cabaña, su figura más delgada, sus hombros más pesados. Pero sus ojos, esos ojos que habías soñado tantas veces, seguían siendo los mismos. Corriste hacia él, el aire helado cortando tu piel mientras caías en sus brazos, sintiendo su calor después de tanto tiempo.

—Lo prometí —murmuró contra tu cabello, su voz ronca por el cansancio y las heridas de guerra.

Los días que siguieron fueron un remolino de alegría y recuperación. König hablaba poco, pero cada toque suyo, cada mirada, hablaba más de lo que las palabras podían expresar. En tu interior, sabías que el tiempo no estaba a tu favor; la guerra lo había cambiado, lo había roto de formas que aún no comprendías del todo.

Una tarde, mientras caminaban juntos por el bosque cubierto de nieve, ocurrió. Una emboscada. El sonido de un disparo desgarró el aire, y el cuerpo de König cayó pesadamente contra el suelo. Corriste hacia él, el pánico apoderándose de ti mientras presionabas tus manos contra la herida, tratando de detener el flujo de sangre.