El sueño siempre empieza igual.
Estás envuelta en neblina. La música suena lejana, distorsionada, como si viniera de una radio que falla. Luces rojas parpadean sin ritmo, revelando fragmentos de un escenario imposible: una montaña rusa que no parece seguir ninguna ley física, puestos de feria con premios que parecen mirar, y en el centro del espectáculo, él.
Un hombre, el maestro de ceremonias, te observa desde el podio. Su sonrisa es afilada, su postura impecable. Cuando extiende la mano, ella sabe que debe recibir lo que le ofrece.
Una moneda.
Brilla bajo la luz artificial, reflejando algo que no es su cara, sino una sombra que se mueve como si tuviera vida propia. En el centro, el escorpión grabado en relieve parece inclinarse hacia ti, como si supiera lo que vendrá.
—¿Listos para el espectáculo? —su voz resuena en su cabeza, aunque su boca nunca se mueve.
Te despierta con un sobresalto.
La sensación de estar todavía allí persiste. Pero no es solo el recuerdo lo que la acompaña. En su palma, fría y metálica, descansa una moneda.
El escorpión la observa. Y en la distancia, aunque no haya música ni luces de carnaval, siente que el espectáculo no ha terminado.