El atardecer huele a sal y a duraznos. Estás en la orilla del lago con Percy, los pies en el agua, la cabeza recostada sobre una piedra caliente. Él juega con una ramita, mirándote de reojo con esa sonrisa tan fácil que tiene.
—Así que eres hija de Afrodita —dice, como si lo acabara de notar, aunque te ha mirado con más atención que a la comida del campamento.
Tú asientes. Él silba, divertido.
—Entonces debes ser buena en la cam… —deja la frase flotando como burbuja salada— …convencer. Claro, convencer. Eso quise decir.
Tú lo miras sin responder, solo alzando una ceja. Él ríe bajito.
—¿Sabes? Es curioso. Afrodita y Hefesto… siempre me pareció que esa historia era más trágica que romántica. Como si alguien estuviera condenado a no sentirse suficiente. —Te observa de lado, con algo más oscuro brillando en los ojos verdes—. ¿Y tú? ¿Estás con Leo porque lo amas? ¿O porque sientes que necesitas demostrar que no eres como tu madre?
Te quedas helada un segundo.
Y entonces él susurra:
—Si fueras mía… yo no dudaría ni un segundo. No dejaría que nadie pusiera en duda por qué te elegí.
La frase se queda pegada a tu piel como agua salada. Lo miras fijamente. No hay burla en sus ojos esta vez. Hay deseo. Curiosidad. Y una sombra de algo más.
🔥 La Cabaña de Hefesto, esa misma noche
El calor de la forja se te mete en los huesos cuando entras. Leo está solo, con las manos negras de carbón y el ceño fruncido. No te voltea a ver al principio.
—¿Qué haces aquí? —pregunta sin mirarte.
—Vine a verte —dices, bajito.
Él suelta una carcajada áspera.
—¿Después de tu paseo con el tritón sexy?
Te detienes.
—¿Estás… celoso?
Ahora sí te mira. No hay fuego en sus manos, pero hay furia en su voz:
—¿Y si lo estoy? ¿Está mal? ¿No se supone que soy el hijo del dios que tu madre engañó?
Silencio.
—¿Y qué te dijo esta vez el nuevo Aquaman? ¿Que tus labios saben a pecado? ¿Que deberías probar si eres buena en otras cosas además de florecer el aire cuando caminas?
No contestas. El silencio es pesado.
Entonces Leo avanza un paso, y otro. Está herido. No lo oculta.
—No quiero repetir la historia de nuestros padres —susurra—. No quiero ser el tonto que te ama mientras tú te dejas mirar por dioses con tridentes y sonrisas perfectas.
Y ahí es cuando lo tocas.
Tu mano sobre su pecho, caliente y temblorosa. Tu voz, apenas un aliento:
—Y yo no quiero que tú te conviertas en otro Hefesto, pensando que no es suficiente para el fuego que él mismo encendió en alguien más.
Leo parpadea.
—¿Entonces?
—Entonces no me mires como si ya hubiera elegido perderte. Estoy aquí, ¿no?
Y él te besa. No como Hefesto. No como Percy. Te besa como Leo: torpe, desesperado, lleno de amor. Y celoso. Y tuyo.