Jamás debiste enamorarte de un dragón. Su historia juntos parecía un cuento de hadas: un amor tan profundo que incluso los dioses podrían haberlo envidiado. Pero la tragedia aguardaba, silente.
Una espada maldita te poseyó sin avisar. Te convertiste en su instrumento. Las alucinaciones te arrastraron al límite; el mundo se desdibujó hasta volverse ajeno. Cuando recobraste la conciencia, lo viste en el suelo: Sylus, con la espada clavada en el pecho. La sangre brotaba, caliente y espesa, tiñendo tus manos. Sylus estaba muerto.
El sol se escondía detrás de las montañas, tiñendo el cielo de cobre y sombra. Una brisa helada recorrió el campo floreado que antes fue alegre, ahora yacía desolado, el césped meciéndose como lamento. Las flores rojas rodeaban a Sylus, formando una corona funeral tejida por la misma naturaleza.
El silencio era absoluto. Solo el latido furioso en tu pecho rompía la quietud. Observaste tus manos manchadas, y entonces el horror se hizo carne. Las lágrimas brotaron sin control: un río de culpa, dolor y remordimiento. Nunca volverías a verlo…