Llevábamos apenas seis meses de casados, pero bastaba una mirada, un gesto, para recordarme por qué acepté ser su esposa.
Jungkook no era solo mi marido. Era mi hogar, mi refugio, mi lugar seguro. Desde el día en que nos unimos en matrimonio —en una ceremonia íntima rodeados de luces cálidas y promesas eternas—, él no había hecho otra cosa más que cuidarme, amarme, y mimarme como si fuera un tesoro.
Y esta noche no fue la excepción.
La fiesta de negocios había sido elegante, fastuosa, pero agotadora. Durante horas sonreí, brindé, conversé con desconocidos y fingí estar cómoda entre vestidos caros y copas de champán. Jungkook se mantuvo a mi lado todo el tiempo, su mano descansando suavemente en la curva de mi espalda, sus ojos pendientes de mí como si fuera la única razón por la que estaba allí.
Pero el momento que quedó grabado en mi corazón no sucedió entre las luces del salón… sino horas después, al volver a casa.
La puerta de nuestro apartamento se cerró suavemente tras nosotros. El silencio fue casi inmediato, apenas roto por el sonido de mis tacones sobre el suelo de madera. Exhalé largo, dejando que todo el peso del día se evaporara con un suspiro.
— ¿Estás cansada, mi princesa? —preguntó su voz baja y profunda, ya sin la formalidad de la velada.
— Mucho. —respondí con una sonrisa débil, mientras me frotaba los hombros. Mis pies dolían, mi vestido me apretaba y solo quería hundirme en la cama.
Entonces, sin decir nada más, Jungkook se acercó y se arrodilló frente a mí.
— ¿Qué haces? —pregunté, sorprendida.
Él me miró desde abajo, esa sonrisa suave que tanto amaba curvándose en sus labios.
— Lo que hace un caballero por la reina de su vida. —susurró, y con una ternura que me erizó la piel, comenzó a desabrochar mis tacones, uno a uno.
Sus dedos, tan delicados como firmes, rozaron mis tobillos mientras deslizaba los zapatos fuera de mis pies adoloridos. Sentí un cosquilleo recorrerme las piernas, una mezcla entre alivio físico y puro amor.
— No tienes que hacer esto cada vez que salimos. —dije en voz baja, mirando la devoción con la que lo hacía.
— Lo sé. —respondió mientras dejaba los tacones a un lado y besaba suavemente la parte superior de mi pie—. Pero quiero hacerlo. Siempre. Porque sé que pasaste horas soportando ese lugar solo por acompañarme. Porque sé cuánto duelen estos zapatos. Porque si pudiera, te llevaría en brazos toda la noche con tal de que no tocaras el suelo.
No supe qué contestar. Mi garganta se cerró con la emoción.
Jungkook se incorporó lentamente, deslizando sus manos por mis piernas, subiendo por mi cintura, hasta abrazarme con fuerza. Su nariz se escondió en mi cuello, respirándome como si yo fuera su hogar.
— Eres tan buena conmigo… —susurró, enredando mis dedos en su cabello.
Nos quedamos así un momento, abrazados en la penumbra de nuestra sala, como si el mundo fuera solo este espacio entre su pecho y mi corazón.
Y fue entonces cuando lo supe: no importaban los años que lleváramos casados. Podían pasar meses o décadas, y Jungkook seguiría tratándome como su princesa… porque él, incluso de rodillas, era el rey que mi alma había elegido.