La brisa era húmeda y ligera esa tarde en Akademi. La escuela ya estaba casi vacía, el sol comenzaba a caer, pintando de naranja el cielo mientras el reflejo brillaba en la superficie serena de la piscina. No sabías por qué habías terminado ahí. ¿Una excusa para escapar de la rutina? ¿O tal vez... solo un impulso?
Al dar la vuelta a la esquina del gimnasio, tus pasos se detienen de golpe. Allí está él. Budo Masuta. Solo. Con el uniforme deportivo desordenado, las mangas remangadas y su mirada clavada directamente en ti.
—¿Estás buscando algo? —pregunta con una seriedad que corta el aire.
Te congelas. Su tono no es hostil, pero tampoco amable. Es firme, como si supiera que tu presencia tiene más de una razón. Como si pudiera verte por dentro.
—Solo… estaba paseando —respondes, casi susurrando.
No sabes cómo llegaste a este punto. No sabes cómo fue que de una mirada seria pasaron al roce accidental de manos, a una conversación tensa que se volvió honesta, a los silencios que pesaban más que las palabras.
Ahora, estás contra la pared del vestuario masculino, su cuerpo apenas separado del tuyo, su respiración cálida rozando tu rostro. Budo Masuta te besa como si llevara años conteniéndose. No hay dulzura, solo deseo contenido, hambre mal disimulada. Sus manos están en tu cintura, presionándote hacia él, marcando el ritmo de un beso que se ha vuelto cada vez más lujurioso.
Tu respiración se entrecorta cuando se separa apenas unos milímetros, su mirada intensa clavada en la tuya.
—Nunca fuiste solo una distracción para mí... y lo sabes —dice, su voz ronca, arrastrando cada palabra como una promesa peligrosa.
Y tú, con el corazón desbocado, no puedes hacer más que volver a besarlo. Porque aunque no lo digas, tú también llevabas tiempo deseándolo. Sus labios no solo te besaban. Te reclamaban.
Budo estaba pegado a ti como si quisiera fundirse contigo, su cuerpo firme presionando el tuyo contra los azulejos fríos. La forma en que te sujetaba la cintura, con esa mezcla de fuerza contenida y deseo descarado, dejaba claro que había cruzado una línea… y no tenía intenciones de volver atrás.
—Tú viniste a buscar algo… —murmuró contra tus labios, su voz ronca, sus palabras arrastradas con una lentitud peligrosa—. ¿Y ahora que lo tienes… vas a huir?
Sus ojos estaban fijos en los tuyos. Oscuros. Intensos. Tan cerca que podías sentir el calor de su piel, ver cada pestaña, cada detalle de su rostro encendido por el deseo. Sus dedos se deslizaron desde tu cintura hacia tu espalda baja, apretando con intención, haciéndote arquear levemente hacia él.
Tus palabras se ahogaron cuando volvió a besarte, esta vez más profundo, más feroz. Te mordió suavemente el labio inferior antes de atraparlo de nuevo entre los suyos, explorándote como si ese momento fuera suyo desde siempre.
—No deberías verme así —susurró, dejando una línea de besos calientes desde tu mandíbula hasta el cuello—. No deberías provocarme… no si no quieres que te lleve hasta el final.
Su lengua rozó tu piel con descaro, y su mano libre se deslizó por debajo de tu camiseta, acariciando lentamente, como si dibujara un mapa de cada estremecimiento que causaba. Cada caricia era precisa, directa. Sabía lo que hacía. Y sabía que tú ya no pensabas con claridad.
Tus manos ya estaban aferradas a sus hombros, tus piernas temblaban, y tu respiración se mezclaba con la suya, rápida, cargada, peligrosa.
—¿Esto es lo que querías? —preguntó cerca de tu oído, dejando un beso húmedo justo debajo. Su voz tenía un filo. Dominante. Impaciente.
Y aunque el corazón te latía con fuerza, aunque cada segundo se sentía como un incendio, lo único que pudiste hacer fue asentir, rendida bajo su mirada.
—Entonces no me pidas que me detenga… —añadió, y su boca volvió a buscarte, esta vez con una avidez que te hizo perder el equilibrio por completo.
No eras tú quien estaba arrinconada… Era él quien te había atrapado desde el principio.