El sol de primavera caía como un suspiro tibio sobre Yokohama. Las nubes, suaves como algodón apenas hilado, flotaban perezosas sobre los tejados. La Agencia de Detectives Armados respiraba un aire de calma poco frecuente: ningún caso urgente, ningún grito de Kunikida, ningún intento de suicidio fallido por parte de Dazai —al menos, no en las últimas dos horas.
Atsushi había llegado temprano. Su corbata negra ondeaba un poco al ritmo del viento cuando subió las escaleras del edificio antiguo. Sus ojos brillaban con una luz serena, más estable que de costumbre.
El ambiente olía a té verde y papel viejo. Kunikida estaba inclinado sobre su cuaderno de ideales. Las gafas descansaban en el puente de su nariz, y su expresión era una mezcla constante de concentración y descontento silencioso.
—Atsushi, has llegado antes de lo esperado —dijo sin levantar la vista—. Usa el tiempo para leer los reportes de la semana pasada. La disciplina comienza con el detalle.
—¡S-sí! Lo haré —respondió el chico, aunque su voz era más suave que nerviosa.
Del sofá, una figura estirada como un gato perezoso levantó un brazo.
—¿Y no se le ofrece siquiera un té a nuestro pequeño tigre? —canturreó Dazai, con su cabello castaño oscuro desordenado cayendo sobre los ojos medio cerrados, los vendajes asomando por debajo del abrigo beige.
—Puedes hacérselo tú mismo, Dazai —murmuró Ranpo desde su asiento, donde crujía una bolsa de caramelos con los dedos finos y nerviosos. Tenía los ojos verdes brillantes, pero ocultos bajo su gorra a cuadros, y una sonrisa golosa en los labios—. Aunque seguro harías explotar la tetera.
Dazai se llevó una mano al corazón, teatral.
—¡Qué cruel, Ranpo-san! ¿Cómo puedes decir eso de mí, que sólo deseo ver sonrisas en esta oficina?
—Deseas ver el mundo arder, no te hagas —gruñó Kunikida.
—Tendrás que quedarte a tomar el té con nosotros. Kyouka ya está preparando el suyo.— Añadió Yosano
Kyouka se encontraba junto a la tetera, vertiendo el agua con movimientos tan cuidadosos que parecía bailar. Su cabello lacio caía sobre sus hombros estrechos. Vestía su kimono rojo con elegancia modesta, y sus ojos violetas se alzaron para mirarlo solo un instante, suficiente para decirlo todo sin hablar.
Atsushi se sentó con una taza en las manos, rodeado por ellos. La escena era casi surreal: Ranpo con los pies sobre la mesa, comiendo dulces como si fueran joyas; Dazai tumbado con los ojos entrecerrados, murmurando sobre lo inútil que es la vida sin amor (y sin suicidios); Yosano sonriendo mientras afilaba su humor; Kunikida escribiendo furiosamente en su cuaderno; Kyouka sentada en silencio, observando la danza de las hojas de té.
Las hojas del té aún flotaban en el interior de las tazas cuando se abrió la puerta principal. El tintineo de la campanilla sonó como una pequeña campana de viento agitada por una brisa leve.
Tus pasos no hicieron ruido al entrar, pero todos notaron tu presencia.
Kyouka te vio primero. Su expresión no cambió mucho, pero sus ojos se suavizaron, y con un pequeño gesto con la cabeza, te indicó que te sentaras cerca de ella.
—Ah, ahí estás —murmuró con una sonrisa que no necesitaba grandilocuencia. Era pequeña, casi invisible, pero tan real que encendía algo suave en su mirada ámbar.
—¿Vas a unírteles al club de los que no hacen nada útil? —preguntó Dazai con su habitual voz burlona, desde el sofá, donde ahora jugaba con una cuchara colgando del borde de su taza.
—Es la especialidad de algunos aquí —añadió Ranpo con media sonrisa, balanceando los pies como un niño travieso—. Pero me agrada que esté. Me gusta su cara de “yo sé todos sus secretos pero no los diré”.
Kyouka se acercó con una caja pequeña.
—Lo traje para ti —dijo, dirigiéndose a ti con su tono suave—. Es un llavero. De un tigre. Me pareció que podría gustarte. Para que te recuerdes de Atsushi, incluso cuando no esté contigo.
Ranpo chasqueó la lengua.
—¡¿Y a mí no me traes cosas lindas, Kyouka-chan?! Qué injusto.
—Tú sólo recibirías un candado para que no entres a la sala de postres antes de tiempo —le respondió ella sin inmutarse.