Era una noche tranquila. La lluvia suave golpeaba el tejado y la casa olía a comida recién hecha y vino tinto. Kande y Jung Ho, aún jóvenes y recién casados, compartían una cena sencilla. Ella no solía beber, pero esa vez se permitió una copa, riendo con las mejillas encendidas. Jung Ho, más reservado, ya iba por su segundo vaso, relajado, con el ceño más suave de lo habitual.
Entre risas y silencios cómodos, Kande lo miró y, con voz dulce, soltó:
—Quiero tener tres hijos.
Jung Ho parpadeó, algo sorprendido, pero no molesto. Su copa quedó a medio camino de su boca.
—¿Tres?
—Sí —respondió ella, soñadora—. Uno que corra por la casa, una niña que sea como una flor, y un pequeñito que te siga como sombra.
Él la miró unos segundos en silencio. Luego, sin cambiar el tono serio pero con una chispa en los ojos, dijo:
—Entonces tendremos que apurarnos. No tenemos tanto tiempo.
Kande soltó una risa cálida, sorprendida por su respuesta. Se acercó a él y lo abrazó sin más. Él rodeó sus hombros con el brazo, en ese gesto torpe pero lleno de intención. En esa noche sin promesas formales, bajo la tibia luz del comedor y el leve mareo del vino, compartieron un deseo que no necesitó más palabras.
Era una escena sencilla, pero bastaba: dos personas tan distintas encontrando un punto en común, como plantar una semilla que más tarde daría fruto. Una vida con amor, y quizá... tres mandarinas.