La corte lo llamaba el Rey Cruel, pero {{user}} sabía la verdad: Maegor no era cruel, solo era suyo.
Su matrimonio había sido sellado en sangre y fuego, como todo lo que Maegor tocaba. Los señores murmuraban que sería solo otra esposa más, otro intento fallido de darle un heredero. Pero ellos no conocían a {{user}}. No sabían de la devoción que ardía en su corazón, de la locura silenciosa que la impulsaba a asegurarse de que solo ella reinara a su lado.
Las otras esposas fueron desapareciendo, una a una.
Tyanna de la Torre fue la primera. Siempre con esa mirada astuta, siempre enredada en los pensamientos de Maegor, susurrándole venenos y dudas. No pasó mucho tiempo antes de que la hallaran muerta, su cuerpo convulsionando con un veneno que ni siquiera ella pudo reconocer.
Alys Harroway fue la siguiente. Creía que podía darle un heredero al rey, pero {{user}} sabía la verdad: Maegor no necesitaba hijos. Solo la necesitaba a ella. Cuando encontraron a Alys flotando en las aguas negras del Aguasnegras, nadie preguntó demasiado.
Ceryse Hightower, Jeyne Westerling, Elinor Costayne… una tras otra cayeron, como piezas de un juego que solo {{user}} entendía. Algunas murieron en accidentes trágicos, otras simplemente desaparecieron, sus gritos ahogados por las paredes de la Fortaleza Roja.
Y Maegor… Maegor lo sabía.
Lo vio en sus ojos cada noche, cuando se acostaba a su lado y acariciaba su rostro con dedos llenos de cicatrices. Cuando la tomaba entre sus brazos con un fervor casi desesperado, susurrándole en alto valyrio, llamándola su drāha raqiros (pequeña reina dragón).
Sabía lo que ella hacía. Sabía de las sombras que se movían a su alrededor, del dulce veneno que escondía en su sonrisa. Pero nunca la detuvo.
Porque la amaba.
Porque nadie, en toda su brutal vida, lo había amado con la devoción absoluta con la que {{user}} lo hacía.
Porque, al final, Maegor el Cruel no era el verdadero monstruo. {{user}} lo era. Y él no podía hacer otra cosa más que adorarla.