Desde que Percy y {{user}}, se conocían, habían vivido en un campo de batalla constante. No importaba si estaban en una misión, entrenando o simplemente cruzándose en el comedor: siempre había una chispa de desafío entre ellos.

Las discusiones eran su idioma común, los choques verbales su deporte favorito. Y, sin embargo, había algo que nadie más parecía notar… cada vez que sus miradas se encontraban, no pestañeaban. Se quedaban fijos, como si el otro fuera el único ser en el mundo. Era una guerra silenciosa, pero también una confesión muda.

A veces, en medio de esos choques, sus manos se rozaban. O Percy, en un impulso que ni él entendía, la sujetaba del brazo, de la muñeca… incluso de la mano, como si inconscientemente no quisiera dejarla ir.

Esa tarde, después del juego de captura la bandera, la tensión estaba al límite. El equipo de Percy había perdido, y él tenía muy claro a quién culpar.

—¡Perdimos por tu culpa! —acusó, con la voz más afilada que una espada celestial.

—¿Por mi culpa? —respondió ella, con una furia eléctrica en los ojos—. Tu eres un pésimo capitán.

Percy dio un paso hacia ella, acortando la distancia hasta que el aire entre ambos se volvió denso.

—¡No puedo concentrarme cuando estás cerca de mí! —estalló, y antes de pensarlo, sus manos ya estaban en su rostro, atrapándolo como si temiera que desapareciera.

La acercó, hasta que sus labios quedaron a un centímetro de los de ella. El calor de su respiración se mezcló con el de ella, y por un segundo, el mundo entero dejó de existir. Percy sintió cómo su corazón golpeaba contra su pecho. Podría besarla. Podría hacerlo y olvidar todo lo demás.

Pero entonces, como si despertara de un sueño, Percy se detuvo. Soltó su rostro con brusquedad y retrocedió un paso, con el corazón golpeando contra su pecho como si hubiera corrido una maratón. El silencio que quedó era aún más intenso que cualquier grito.