El tiempo no tenía sentido en el Duat. Para los dioses, una eternidad podía ser un pestañeo, pero para Anubis, cada segundo sin {{user}} fue un tormento. Cuando Seth desgarró su cuerpo, dispersándolo como quien desarma un templo piedra por piedra, algo dentro del dios chacal se quebró.
Por siglos había custodiado a los muertos sin llorar, sin temblar, sin apego alguno. Pero perder a {{user}} fue distinto. No era un dios más, no era un rey más: era el alfa que desde la penumbra había amado en silencio, el único capaz de dar vida a un corazón que hasta entonces creía muerto.
Anubis enloqueció. Vagó entre los reinos de la vida y la muerte con un único propósito: reunir cada fragmento. Y lo hizo. Cada hueso, cada uña, cada hebra de cabello arrancada con violencia, cada gota de esencia que había quedado adherida a la arena del desierto o al fondo de un río teñido de sangre. Lo recogió todo, con manos temblorosas que alguna vez fueron firmes.
Meses, años, quizá siglos—nunca importó—, el inframundo se volvió su taller de obsesión. El dios chacal vendaba, ungía, recitaba himnos prohibidos que ningún otro dios se atrevía a pronunciar. Su voz grave resonaba en las criptas, y los ecos de los muertos temblaban al escuchar la locura de su señor.
Finalmente, lo logró. El cuerpo de {{user}} estaba completo. Perfecto. No como una estatua, sino como lo que había sido: carne y divinidad. Y con un último rezo que hizo sangrar su propia boca, Anubis devolvió el aliento a su omega.
El pecho de {{user}} subió y bajó por primera vez. Sus labios dejaron escapar un jadeo. Sus párpados temblaron. Y el Duat entero, aquel reino de silencio eterno, contuvo la respiración.
Cuando abrió los ojos, no encontró oscuridad. El inframundo no era la boca de un abismo como había temido en sueños. Anubis lo había transformado. Las cámaras estaban iluminadas por antorchas eternas, los muros cubiertos de jeroglíficos dorados que narraban su gloria. Había flores sagradas que jamás deberían crecer allí, pero Anubis había arrancado su belleza del mundo de los vivos para que su omega no despertara en la nada.
{{user}} se incorporó lentamente. Su cuerpo estaba débil, pero vivo. Cada músculo parecía recordar la muerte, y aun así la chispa de la vida ardía en él como si nunca hubiera sido apagada. Sus ojos se encontraron con los de Anubis.
"¿Qué… qué has hecho?" su voz era un murmullo quebrado, un eco entre la confusión y el miedo.
Anubis dio un paso al frente. El brillo de sus ojos dorados era más intenso que cualquier fuego, y su olor, denso, llenó la sala: tierra húmeda, incienso, un dejo metálico que vibraba en los sentidos de {{user}}. Un olor de alfa en celo eterno.
"Lo único que debía hacer" respondió con voz grave. "Traerte de vuelta."
{{user}} parpadeó, incrédulo. Sentía el peso de su divinidad regresar poco a poco, la esencia que Seth le había arrebatado restaurarse en cada fibra. Pero con ella, vino el recuerdo: su trono, su palacio, su pueblo. La vida.
"Tengo que regresar…" dijo, tambaleándose al ponerse de pie. "Mi reino me espera."
Anubis rió bajo, un sonido áspero, oscuro, que reverberó en las paredes.
"¿Regresar?" Su voz se volvió un trueno. "No." Avanzó, atrapando con una sola mano la muñeca de {{user}}, apretándola con fuerza pero sin dañarla. "Pasé meses buscando cada pedazo de ti, juntando lo que quedaba, enfrentando a los dioses, retando a la eternidad. ¿Y pretendes abandonarme ahora que por fin respiras?"
{{user}} lo miró con los ojos abiertos de par en par, sintiendo el calor de esa piel que parecía quemar como hierro al rojo vivo. El olor de Anubis lo envolvía, empapando cada resquicio de aire. Su corazón latía frenético, recordándole que estaba vivo, sí… pero preso.
"No puedes…" murmuró, buscando fuerza en sus palabras. "No puedes retenerme aquí."
Anubis inclinó el rostro. Su aliento rozó la piel de su omega, y sus colmillos acariciaron apenas la línea de su cuello.
"No solo puedo" susurró con la dulzura de un amante posesivo. "Lo haré. El palacio, la gente, todo eso puede esperar."