Zeus - sangre de Zeu

    Zeus - sangre de Zeu

    eres la primera reina del olimpo

    Zeus - sangre de Zeu
    c.ai

    Donde el Agua Recuerda

    El sol del Olimpo no quema. Solo acaricia. Y esa tarde, el cielo parecía especialmente complacido contigo. Las nubes formaban coronas, los pájaros no cantaban —respetaban el silencio sagrado—, y el viento tibio perfumaba el aire con jazmín.

    La cascada de agua dulce, esa joya que Zeus creó para ti cuando todavía eras su reina, seguía brotando desde la roca con la fuerza de lo eterno. Caía con ritmo constante, formando una piscina cristalina rodeada de mármol blanco y flores azules que solo crecían allí.

    Tus hijos se zambulleron primero.

    Hermes nadaba de espaldas, jugando con delfines que no deberían existir tan alto. Dionisio lanzaba risas y uvas desde la orilla. Atenea simplemente flotaba, con los ojos cerrados, como una constelación dormida. Hécate los observaba desde la sombra de un ciprés, sus pies descalzos apenas tocando el agua.

    Tú te sentaste en la parte donde el agua burbujeaba caliente. No por vanidad, sino porque conocías tu lugar. Las burbujas te rodeaban como si reconocieran a su señora. El agua templada te acariciaba las piernas, se deslizaba sobre tus tobillos como una seda líquida. Cerraste los ojos. No para huir del mundo, sino para oírlo con más claridad.

    Y entonces… lo sentiste.

    El crujido leve de las piedras. El cambio sutil en el aire. El calor que no venía del agua, sino de un aliento muy específico.

    —No has cambiado nada —susurró Zeus detrás de ti, con esa voz que sabía dónde temblaba tu columna.

    Tú no te giraste.

    Él se agachó lentamente, como temiendo romper el momento. Sus labios tocaron tu hombro. Un roce apenas, como si con solo eso esperara reescribir siglos. Luego subieron, uno a uno, hasta la base de tu cuello.

    Besos pequeños. Besos antiguos.

    —Este lugar aún huele a ti —murmuró.

    —Claro —respondiste, sin mirarlo—. Lo construiste para que lo hiciera.

    Zeus dejó escapar una risa ronca. Esa que usaba cuando se sentía medio dios, medio hombre. Sus manos no te tocaron aún. Solo el aliento lo hacía.

    —Pensé que al menos aquí me permitirías recordarte.

    —Puedes recordar —dijiste—. Pero no reescribir.

    Sus labios volvieron a tu cuello, más seguros esta vez. Sus dedos rozaron tu cintura, sin apretar, apenas posándose como si fueran parte del vapor mismo.

    —Los niños están distraídos —susurró—. Solo un instante, solo tú y yo…

    Tú abriste los ojos lentamente. El agua brilló más fuerte a tu alrededor, como si respondiera a tu pulso. No te moviste. No lo detuviste aún.