Desde el día en que Aemond tomó por esposa a Alys Rivers, la Fortaleza se volvió más tensa. {{user}} había dejado de compartir sus aposentos con él, refugiándose en una de las torres más alejadas. Su presencia en los salones era un recordatorio constante de la grieta que se había abierto entre ellos. La altivez que siempre la había caracterizado seguía intacta, pero había una frialdad en su mirada que Aemond no recordaba haber visto antes.
Las discusiones al principio fueron feroces. Gritos que resonaban por los pasillos vacíos, puertas que se cerraban con fuerza, miradas cargadas de desprecio. Él intentó justificar su decisión con estrategia, con necesidad política, pero sus argumentos se deshacían frente a a la furia de {{user}}. Alys Rivers deambulaba por la fortaleza como si le perteneciera. Susurraba a los soldados, paseaba por los pasillos en penumbra con una seguridad inquietante. Se decía que tenía visiones, que los cuervos le hablaban, que su vientre pronto llevaría la sangre de un dragón, aunque ya {{user}} habia dado un hijo a Aemond, la ignoraba con una maestría cruel, como si la mera existencia de la mujer fuera irrelevante.
Pero Aemond sabía que el desprecio no era olvido.
Las noches sin ella eran largas y frías. Aunque Aemond no se permitiría admitirlo, el lecho se sentía vacío sin su calor, sin la sensación de su respiración acompasada junto a él. La rabia que bullía en su interior no era solo por la rebelión silenciosa de su esposa, sino por lo que había perdido sin quererlo.
En una noche particularmente oscura, una tormenta se desató sobre Desembarco del Rey. El viento aullaba como un lobo, la lluvia golpeaba las vidrieras con furia. Aemond caminó por los pasillos desiertos, sintiendo el peso de las piedras viejas sobre sus hombros. Se detuvo ante la puerta de su esposa, la única barrera que los separaba.
No llamó, simplemente entró.