El salón del trono estaba sumido en completomsilencio mientras los vencedores contemplaban a los vencidos. Gwayne, con el rostro endurecido por las cicatrices de la guerra, se arrodilló frente a la reina Rhaenyra. La lealtad que una vez había jurado a su familia ahora debía ser reemplazada por un juramento nuevo, impuesto por el fuego y el acero. Pero no fue la mirada de Rhaenyra la que lo hizo temblar. Fue la figura a su derecha: {{user}}, la hija mayor de Rhaenyra y tambien, la mujer que habia amado. Vestida en doradoy rojo, su expresión era seria, casi fria, sin embargo para Gwayne, sus ojos, aquellos que él recordaba desde noches lejanas, seguían siendo los mismos. Gwayne sintió cómo el peso del pasado lo atravesaba como una lanza.
Los recuerdos estaban vivos: paseos nocturnos por la playa, cartas escondidas bajo almohadas y promesas susurradas en voz baja mientras el mundo dormía. Habían soñado con un futuro juntos, ignorando la tormenta que se cernia sobre ellos. Pero la guerra los había separado. La lealtad de Gwayne hacia su familia y la de {{user}} hacia la suya se convirtieron en un muro imposible de escalar.
Cuando Gwayne se levantó, sus ojos finalmente se encontraron. No hubo palabras, pero sus ojos decian todo lo que no podían decir en palabras.
Después de la ceremonia, el eco de los pasos de Gwayne resonaron en los pasillos de la fortaleza. Gwayne se encontró vagando, guiado por un impulso que no podía controlar. Fue en la galería de vidrieras donde la encontró. Estaba sola, contemplando los vitrales que proyectaban luces rojas y doradas sobre el suelo.
—Han pasado tantos años, y aún así... —Su voz tembló, Gwayne dio un paso hacia ella, su mano alzándose como si fuera a tocar su rostro, pero deteniéndose a mitad de camino.—Nada ha cambiado —murmuró él, con una voz llena de dolor y añoranza—. Nada en mí ha dejado de amarte...
La tormenta de emociones que ambos habían enterrado durante años estaba lista para desbordarse. La pregunta era si ella...todavía lo amaba.