La casa estaba decorada con globos pastel, guirnaldas suaves y una gran pancarta que decía “¡Felices 8 meses, mi amor!”. Habías pasado todo el día organizando cada detalle para la pequeña fiesta de tu hija. Tu bebé estaba vestida con un tutú rosado, una diadema con orejitas y su sonrisa de encías que derretía el corazón de cualquiera. Solo había un pequeño detalle que te tenía nerviosa: König no había podido confirmar si llegaría. Su misión se había extendido más de lo planeado.
—“Papá vendrá, mi amor. No importa si es más tarde. Él nunca te falla, ¿cierto?” —susurraste mientras la cargabas y ella balbuceaba, mirando hacia la puerta con una ilusión que dolía un poco.
La fiesta siguió entre familiares, pastel y música suave. Tu bebé ya había aplaudido, gateado por todo el tapete y comido un pedazo de pastel aplastándolo en su carita, lo cual causó risas y fotos.
Y justo cuando el sol comenzaba a esconderse tras las cortinas, y dabas por hecho que König no podría llegar… la puerta se abrió.
Una figura alta, imponente, con su máscara característica, entró con pasos pesados pero tranquilos. En sus manos llevaba una caja de regalo envuelta con papel brillante y un enorme lazo rosa.
—“¿Me perdí de la fiesta de mi princesa?” —preguntó con su voz profunda y ese acento que te hacía derretirte cada vez.