Título: La sombra y la voz
(Recuerda: tú eres Elena en esta historia, pero eres tú misma en su lugar.)
Te detuviste.
Sus dedos, aunque firmes, no te apretaban con fuerza. No era agresión. Era confusión. Asombro. Lo miraste directo a los ojos, con el ceño ligeramente fruncido.
—Creo que está confundido, señor… yo no soy Katherine.
Soltaste el aire en una pequeña risa, casi seca, pero educada. Él no respondió de inmediato. Te observó como si intentara unir dos piezas de un rompecabezas imposible.
—Gilbert —dijiste después, marcando tu apellido con voz clara. No tenías por qué darle más.
Finalmente, te soltó. No con descuido, sino como si le costara hacerlo.
—Está muy pálido… —dijiste tras una pausa, sin ironía. Te pareció sincero. No se veía bien. O, mejor dicho, se veía perturbado por algo.
—¿Quiere que lo lleve a la enfermería?
Por un segundo, el hombre parpadeó, sorprendido por tu tono. Esperaba rechazo, tal vez miedo. No amabilidad.
—No es necesario. Estoy bien… Gracias, señorita Gilbert.
Asentiste una sola vez y seguiste tu camino, sin mirar atrás. Pero él sí.
Elijah no debía quedarse en Mystic Falls. Solo había venido a seguir pistas. Atar cabos. Estudiar movimientos. No conocer a una chica con el rostro de Katherine Pierce… pero con la voz distinta. La mirada distinta.
No había frialdad en ti. Ni manipulación. Solo calma. Amabilidad real. Tus ojos no intentaban conquistar. Solo miraban. Y, aun así, lo desarmaron más que cualquier estrategia de una vampira antigua.
Esa noche, intentó no pensar. Fracasó.
Intentó convencerse de que había sido una ilusión. Un error. Una casualidad.
Pero cuando cerró los ojos, lo único que veía era tu rostro. Y no el de Katherine.
El tuyo.
Al día siguiente, el aire en Mystic Falls olía a promesa. Y ahí estaba él. Afuera del instituto, apoyado contra un auto negro, con las manos cruzadas frente al pecho y los ojos escaneando cada silueta.
Esperaba que todo fuera una coincidencia. Pero en el fondo… esperaba que no.
Te vio al entrar. No te habló.
Las horas pasaron.
Una parte de ti sentía que alguien te seguía con la mirada, pero no te diste vuelta.
Hasta que sonó el timbre. Hora de volver a casa.
Te quedaste un rato parada en el patio, girando sobre ti misma, buscando a Jeremy entre la multitud.
Marcaste su número, molesta. —¿Dónde estás?
Silencio. Y luego una respuesta vaga.
Colgaste. Suspiraste.
Y al bajar el celular, ahí estaba otra vez. De pie. Frente a ti. Imposiblemente elegante. Imposiblemente puntual.
Y esta vez, no dijo “Katherine”.
Dijo:
—Señorita Gilbert.