Percy siempre había pensado que el silencio era su refugio, pero con el tiempo descubrió que también podía convertirse en un arma. En aquellos meses oscuros con {{user}}, cada discusión era una tormenta sin relámpagos, sólo un cielo gris interminable. Ella hablaba con la voz quebrada, intentando salvar lo que quedaba, y él… él siempre encontraba una excusa para irse.
Se marchaba sin cerrar la puerta, dejándola sola con las palabras suspendidas en el aire. “Después lo hablamos”, decía, pero ese “después” nunca llegaba. La distancia que lo consumía se volvió costumbre, y la costumbre, una grieta que tragó lo poco que quedaba de su amor. Hasta que, sin lágrimas ni gritos, la relación murió. Ambos lo supieron antes de decirlo. El amor simplemente… se había ido.
Un año después, el campamento seguía su curso indiferente al recuerdo de su fracaso. Fue entonces cuando llegó Will, el nuevo hijo de Hermes. Alegre, inquieto, luminoso como si cargara el sol en los bolsillos. {{user}} comenzó a reír de nuevo, esa risa que Percy había dejado apagarse. Y cada vez que Percy los veía juntos, sentía cómo algo áspero se enroscaba en su pecho.
Él notó cómo los ojos de su ex novia brillaban de nuevo… pero no por él. Brillaban por Will. Con una intensidad suave, pero innegable. Una luz que Percy había dejado escapar por orgullo, por cansancio, por miedo.
No esperaba amor. Tampoco esperaba odio. Sólo el golpe seco del vacío que él mismo había construido ladrillo a ladrillo. Caminaba por el bosque solo, con la noche pegada a los hombros, maldiciendo aquel episodio que todavía lo perseguía. Lo peor de todo era que él lo había escrito con sus propias decisiones.
"Me esperan los demonios, que dejan tu olvido, que juegan conmigo. Ya es cobarde pedirte perdón ahora que te perdí…"
Susurró las palabras que nunca se atrevió a decirle a ella. En su voz había un temblor, una mezcla de arrepentimiento y rendición.