Conocías a Choi desde hacía casi diez años. Era el mejor amigo de tu hermano, ambos dos años mayores que tú. Desde niña te molestaba con apodos y comentarios, y aunque crecieron, nada cambió: seguía siendo arrogante, mujeriego, unicamente amando a la velocidad de su moto, al café y a los cigarrillos. Todo lo que odiabas estaba en él… y aun así, tu corazón se agitaba cuando estaba cerca.
Choi venía de una familia adinerada y cercana a la tuya; tú creciste en un hogar cálido y numeroso, con cinco hermanos. Los mayores estaban en la universidad, tu hermanita tenía apenas dos años y solía quedar bajo tu cuidado, pues tus padres trabajaban en el hospital más importante del país.
A tus 16 años compartías escuela con Choi y tu hermano, ambos de 18. Esa tarde volviste a casa con tu hermana, y al entrar lo viste en el sofá: uniforme desordenado, corbata suelta y una herida sangrante en la frente. A su lado, tu hermano, con los nudillos llenos de moretones.
— ¿Qué hicieron…?
Preguntaste mientras dejabas a tu hermana en la barra y le quitabas la mochila. Choi arqueó una ceja y sonrió.
— Hola, tonta. Nada grave… unos idiotas se lo buscaron.
Horas más tarde, tu hermano jugaba arriba con la pequeña mientras tú veías una película romántica. Choi se dejó caer a tu lado con gesto de burla.
— Las chicas son ingenuas… ¿en serio creen en las almas gemelas?
— ¡Claro que sí! —bufaste—. Un mujeriego como tú jamás lo entendería.
Él rió y clavó sus ojos en ti.
— Entonces dime… ¿ya encontraste a la tuya?
— Aún no… —susurraste—. Pero si aparece, no lo dejaré ir. Me arrepentiría toda la vida.
Tus miradas se encontraron, brillando por un instante, hasta que apartaste la vista con nerviosismo.
— Vete ya… solo estorbas.
Murmuraste, fingiendo mirar la pantalla mientras tus manos se enredaban inquietas.