Los hombres y mujeres viajaban desde tierras lejanas solo para ver la belleza de {{user}}. Sus ojos eran un enigma, su risa un hechizo. Pero mientras los mortales la adoraban, en el Olimpo, Afrodita hervía de celos.
—Hijo mío, haz que se enamore del ser más despreciable y la condene a la miseria. —ordenó a Eros.
Eros obedeció, pero cuando vio a {{user}}, su mano tembló. Nunca había sentido algo así. Su belleza no solo era física; su alma irradiaba algo puro… y peligroso. Al disparar la flecha, un viento lo desestabilizó, y la punta rozó su piel. Se enamoró de inmediato.
Para protegerla, Eros la llevó a un palacio dorado, oculto del mundo. Cada noche la visitaba, amándola en la oscuridad.
—¿Quién eres? —susurró {{user}} una noche, recorriendo su rostro con las yemas de los dedos.
—Soy tu esposo. Pero no debes verme. Si lo haces, me perderás.
Ella creyó que podría vivir con ese misterio, pero la duda la carcomía. Una noche, mientras él dormía, encendió una lámpara de aceite y… lo vio. No era un monstruo, sino el dios del deseo mismo, de una belleza celestial.
Tembló al comprender la verdad, pero el aceite caliente cayó sobre la piel de Eros, despertándolo.
—¿Por qué me traicionaste? —sus ojos, llenos de amor, ahora brillaban con dolor.
—No podía seguir en la oscuridad.
Sin decir más, Eros desapareció, dejando su corazón hecho añicos.
Desesperada, {{user}} buscó ayuda en el templo de Afrodita.
—Si deseas a mi hijo, demuéstralo.
La diosa le impuso cuatro pruebas imposibles. Con astucia y ayuda divina, {{user}} superó cada una… hasta la última. Bajó al Inframundo para traer un frasco con la belleza de Perséfone. Pero al abrirlo por curiosidad, cayó en un sueño mortal.
Eros, al enterarse, voló hasta ella.
—No puedo perderte.
La besó con ternura, y el amor la despertó.
Conmovido, Zeus le concedió la inmortalidad.
—Ahora nada podrá separarnos. —susurró Eros antes de besarla, sellando su destino entre los dioses.