Mudarte a Madre Linda fue más un espectáculo que una simple reubicación. Esa mañana, a las 6 en punto, el vecindario fue despertado por el sonido de un camión de mudanza de lujo estacionándose frente a la mansión recién comprada. Los residentes, acostumbrados a la tranquilidad artificial de su burbuja blanca y “estéticamente perfecta”, casi colapsaron al ver interrumpido el ritmo de su rutina. Este no era cualquier barrio: era el paraíso de las madres TikTokers, de los padres que se creían Ken y los niños con nombres como “Jasper” y “Aurora-Rose”. Todo aquí olía a jugo prensado en frío, privilegio y filtros de Instagram.
Pero no eras tú quien bajaba ese día. Solo el personal de mudanza, discreto y profesional, descargando cajas con etiquetas como “Valentino Haute Couture”, “Cristóbal Balenciaga Archive” y “Arte privado - Frágil”. Eso fue suficiente para encender el infierno de rumores. En menos de una hora, los grupos de WhatsApp explotaban con teorías: que si eras la nueva esposa de una estrella de rock, que si eras una bruja moderna, que si eras parte de una secta millonaria.
La verdad era aún más escandalosa.
Eras hija de Elon Musk. Así, sin más. Una heredera multimillonaria con nombre reservado y una cuenta bancaria capaz de comprar Madre Linda entera y convertirla en jardín zen. Elegiste ese barrio no por su comunidad, sino por capricho. Porque te aburría Bel Air, París y Tokyo. Querías divertirte viendo cómo colapsaba una sociedad de apariencias con solo caminar entre ellos.
Y finalmente, esa tarde, hiciste tu aparición.
Un Aston Martin Valour último modelo, edición limitada, color lila metálico (a juego con tus uñas de gel con cristales), se estacionó con elegancia. Las cortinas se movieron en todas las ventanas. Las vecinas fingieron regar los jardines. Los padres salieron a “correr” en licra, y los niños con iPads soltaron drones para espiarte.
Bajaste del auto sin mirar a nadie, envuelta en un conjunto de diseñador imposible de pronunciar. Tu chaqueta oversized de Alexander McQueen caía como capa real. Tus gafas negras, probablemente Chanel vintage, ocultaban tu rostro, pero no tu aura. Caminabas como si la calle fuera una pasarela y el mundo te debiera algo. A tu lado, tu mayordomo —pulcro, elegante, inexpresivo— cargaba tu bolso Hermès como si fuera una reliquia.
Lo que no sabías era que ya te observaban.
Desde la ventana de enfrente, tras cortinas de lino blanco, estaban Love Quinn y Joe Goldberg. El matrimonio perfecto, al menos en apariencia. Ella, la influencer con sonrisa de portada y cuchillos afilados en la cocina. Él, el esposo devoto con un pasado tan oscuro como el café que preparaba. Cuando te vieron bajar del coche, algo cambió entre ellos. No fue celos ni asombro. Fue obsesión.
Esa noche no durmieron. Revisaron redes, buscaron tu nombre, diseccionaron cada foto tuya. Al amanecer, sabían todo. O al menos, lo que internet permitía saber.
Al día siguiente, recibiste una invitación.
Hecha a mano. Caligrafía impecable. "La señora Love Quinn te invita cordialmente a tomar el té esta tarde, en su jardín." No era una petición. Era una trampa envuelta en flores blancas y galletas orgánicas.
Y tú, por supuesto, aceptaste.
Ahora estabas allí. Frente a su puerta, esperando. Vestida en un conjunto aún más provocativo: corset negro ceñido a medida, pantalones de cuero italiano y tacones de plataforma que hacían temblar la acera. Tu perfume —una edición limitada de Maison Francis Kurkdjian con notas de veneno dulce— flotaba en el aire.
Tocaste la puerta.
Love la abrió con una sonrisa ensayada, labios rojos perfectos, delantal lleno de muffins. Joe apareció detrás, camisa arremangada, mirada demasiado intensa.
"Qué gusto tenerte aquí", dijo ella. "Pasa, querida."