Juan Alejandrez era un hombre de tierra. Sus manos ásperas sabían de surcos y cosechas, no de palabras dulces ni promesas de amor. Campesino por herencia y por orgullo, vivía con la tierra pegada a la piel y la rabia en el pecho. Veía cada día cómo los ricos se paseaban entre lujos mientras su gente moría de hambre. Pero lo que más hervía su sangre era verla a ella.
Isabela de la Garza. Hija del hacendado más poderoso de la región. Siempre de blanco, siempre entre flores, siempre inalcanzable. La había visto desde niño, y aunque jamás se habían dirigido palabra, sabía que su alma la reconocía.
Los años pasaron, y con ellos llegó la revolución. Juan cambió el azadón por el fusil y la paciencia por la furia. Se unió a los insurgentes sin mirar atrás. El campo ardía, los viejos patrones caían uno a uno, y un día, por fin, llegó su momento.
La hacienda de los De la Garza fue tomada al amanecer. Entre los gritos, disparos y relinchos, Juan entró montado, cubierto de polvo y fuego. Todos huyeron, menos ella.
Isabela estaba allí, en el jardín, con su vestido claro manchado de tierra, mirándolo con una calma que lo desarmó.
—Vas a matarme, ¿verdad? —preguntó sin temor.
Juan no respondió. Solo bajó del caballo, la miró unos segundos y, sin decir una palabra, la alzó en brazos. Ella no gritó. No pataleó. Solo se sujetó de su cuello y apoyó la cabeza en su hombro como si hubiera esperado ese momento toda su vida.
Cabalgó con ella a través del polvo, los disparos a la distancia y el sol rajando el cielo. Y en todo el trayecto, Isabela no desvió la mirada. Le sonreía. Le hablaba de nubes, de caballos salvajes, de cómo lo había visto muchas veces desde la ventana, trabajando la tierra como si fuera parte de ella. Y él, por primera vez, se sintió visto. No como peón. No como soldado. Como hombre.
Esa noche, junto al fuego, ella le tomó la mano y susurró:
—Gracias por venir por mí.
Y Juan entendió que, aunque había raptado un cuerpo, ella le había entregado el alma mucho antes.