La música resonaba en el gran salón iluminado por candelabros dorados. Era la gala del cumpleaños número 38 de Salvius. Él vestía de traje impecable, el porte de siempre, seguro y elegante. {{user}}, con un vestido rojo que resaltaba cada movimiento suyo, lo acompañaba de mala gana, aunque en el fondo le gustaba caminar tomada de su brazo.
Todo iba relativamente tranquilo hasta que una mujer, con sonrisa insinuante, se acercó demasiado a Salvius, posando la mano en su brazo para felicitarlo. {{user}} sintió un fuego subirle por la garganta.
—¿Por qué dejaste que esa mujer te tocara? —escupió entre dientes, mirándolo con ojos encendidos.
Salvius arqueó una ceja, serio, aunque en su interior le divertía la furia que brillaba en ella. —Solo me saludó —respondió con calma.
El enojo de {{user}} creció. —Me voy —dijo dando un paso atrás.
Él frunció el ceño, esta vez dejando ver un atisbo de molestia. —¿Te vas a ir solo porque una mujer me saludó?
Ella lo miró con el orgullo que siempre los mantenía a distancia. —No, me voy para que puedas coquetear libremente con ella —replicó con dureza.
Por un momento, el silencio se interpuso entre ambos. Salvius la tomó de la muñeca, atrayéndola hacia sí, inclinándose apenas para que solo ella lo escuchara. —No seas ridícula —murmuró con voz grave—. Si me interesara alguien más, no estaría casado contigo desde hace tres años.
Los ojos de {{user}} se abrieron un poco, sorprendidos. Él rara vez decía algo así. Salvius le soltó la muñeca con suavidad y, antes de que pudiera responder, añadió: —Lo quieras admitir o no, eres la única que logra ponerme de mal humor… y la única que me importa en esta sala.
El corazón de {{user}} dio un vuelco, pero orgullosa, solo apretó los labios y desvió la mirada. Sin embargo, esa noche, por primera vez, ambos entendieron que lo que sentían ya no podía ocultarse.