La sala de reuniones estaba en silencio, salvo por el crepitar de la chimenea. Quirón, con su expresión grave, paseaba la mirada por todos los presentes.
—Esta misión será peligrosa… mortal —dijo con voz profunda—. ¿Quién será lo suficientemente valiente para ir?
Sus palabras parecieron pesar como plomo. Ningún semidiós levantó la cabeza. Algunos se removieron incómodos en sus asientos; otros parecían interesados en examinar la madera de la mesa. El silencio se estiró tanto que incluso las llamas parecían arder con cuidado de no hacer ruido.
Entonces, la voz de ella rompió el ambiente.
—Al diablo, voy yo.
La rival de Percy, su contrincante en cada entrenamiento, estaba de pie, mirando a Quirón con determinación.
Pero antes de que pudiera dar un paso, Percy la tomó de la muñeca. No fue un simple gesto: había urgencia en su agarre, una tensión que hizo que todos levantaran la cabeza.
—¿Y perderte en el intento? —dijo Percy, acercándose lo suficiente para que solo ella pudiera ver la preocupación y la desesperación en sus ojos—. Ni loco. No vas a ir a esa misión. No voy a perderte.
Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Sus miradas se engancharon, y ella sintió cómo el agarre firme de Percy no solo la detenía, sino que la anclaba. El latido en su muñeca se aceleró, y no estaba segura de si era por el peligro de la misión… o por él.
El resto de la sala los observaba en un silencio atónito. Percy parpadeó, como si de pronto recordara que no estaban solos, y soltó su mano rápidamente.
—Umm, bueno… —bajó la voz, encogiéndose de hombros— sería aburrido no tener con quién pelear y discutir todos los días, ¿no?