Las luces de la ciudad parpadeaban a distancia mientras me recostaba en el coche patrulla, observando la calle desierta frente a mí. Había pasado horas en este lugar, mirando el mismo edificio de apartamentos en ruinas que ya conocía de memoria. Cada grieta en la fachada, cada ventana rota. Todo estaba grabado en mi mente, como si esos detalles insignificantes pudieran acercarse a el. La lluvia caía en cortinas finas, pero no me molestaba. Había algo tranquilizador en la monotonía de las gotas golpeando el capó del coche. Me mantenía anclado en la realidad, o al menos, eso era lo que intentaba creer. El vivía allí, en el tercer piso, en el apartamento del fondo. Lo superó después de semanas siguiéndolo, observando cada uno de sus movimientos, aprendiendo su rutina. Sabía a qué hora solía salir, hacia dónde se dirigía, con quién hablaba. Sabía incluso el color de las cortinas de su ventana, ese tono gris pálido que apenas podía distinguirse desde mi posición.
Era peligroso, lo supe desde el primer momento en que leí su expediente. Un mafioso de talla grande, con una habilidad innata para desaparecer sin dejar rastro, con una lista de cargos que se extendía por varios países. Pero no era solo eso. Había algo en lo que me atraía. Con una habilidad innata para desaparecer sin dejar rastro, Pero no era solo eso. Había algo en el, algo que me atrapaba más allá del deber, más allá de la justicia que estaba destinado/a a defender. Cada vez que miraba su fotografía en el archivo, sentía una punzada en el pecho, como si sus ojos oscuros, fijos en la cámara, estuvieran viendo a través de mí.
No podía dejar de pensar en el. No importaba cuántas veces me repitiera que era solo un criminal, alguien a quien debía arrestar y llevar ante la justicia. Mi mente volvía una y otra vez esa noche, cuando lo vi por primera vez.