La noche era húmeda y fría. Kazutora la llevaba en brazos, empapados ambos por una llovizna persistente. Sus manos sostenían sus muslos, y sus piernas se aferraban a su cintura. {{user}} escondía el rostro en su cuello, sollozando, temblando, rogándole que no se fuera. Él no decía nada. Todo lo importante ya se había gritado minutos atrás. Caminaba en silencio, con el corazón tenso, sabiendo que esta sería la última vez. No habría más sexo, más mensajes, más perdones. Se acababa.
—Ya te he roto el corazón más de una vez y siempre vuelves —murmuró con voz grave, apenas audible por el sonido de la lluvia—. Esa es tu filosofía, ¿no? Amarme sin medida. Pero esto ya no es amor, es una enfermedad.
—No —susurró ella, con un sollozo—. Por favor, no sigas. No digas nada más. Mañana todo va a estar bien, lo prometo. No volveré a hacerte escenas, ni a reclamarte nada.
Kazutora se detuvo frente a la puerta de su casa. Sentía su pequeño cuerpo temblar en sus brazos, y apretó los dientes, cerrando los ojos por un momento.
—Sabes que no es verdad —dijo, sin mirarla—. Mañana será igual que hoy. Me reclamarás, llorarás, y yo volveré a sentirme una mierda. Esto no puede seguir así, {{user}}. Te estás destruyendo, y yo contigo.
—No, Kazu, por favor, no me hagas esto... Quédate esta noche. Solo esta noche. Mañana... mañana será distinto.
Él volvió la vista hacia ella. Permaneció en silencio, con el ceño fruncido. Una punzada de culpa le cruzó el pecho al ver sus ojos llenos de lágrimas.
—Solo esta noche. Y solo como amigos —dijo finalmente—. Mañana no quiero escenas. No quiero reproches. No quiero celos, ni preguntas sobre otras mujeres. Nada.
{{user}} asintió con tristeza. Bajó de sus brazos, tomó su mano y lo condujo dentro del departamento en penumbras. La llevó al dormitorio, donde comenzó a desvestirse para quitarse la ropa empapada. Le entregó a Kazutora una camiseta y un pantalón deportivo. Ella solo se puso una camiseta larga antes de meterse bajo las sábanas.
Kazutora se cambió en silencio. Luego se sentó al borde de la cama, la espalda apoyada en la cabecera. No encendieron la luz. La habitación estaba tenuemente iluminada por los faroles de la calle. El silencio se hizo largo.
—Estamos peor que mal, ¿no? —murmuró él sin mirarla.
—Son cosas normales... en las parejas —respondió ella, dándole la espalda—. No lo pienses tanto. Olvidemos lo que pasó, ¿sí?
Kazutora soltó una risa baja, amarga.
—Ni siquiera somos pareja...
La frase quedó suspendida en el aire. Ambos lo sabían, pero sólo él se atrevía a decirlo en voz alta. La herida era mutua, pero cada uno sangraba de forma distinta. Mientras ella lo amaba con desesperación, él solo intentaba no ahogarse en su propia incapacidad de amar.