Hay cosas que no se explican.
Como por qué cuando Ryu Iseul te vio por primera vez, sintió que algo más fuerte que él lo arrastraba hacia ti. No fue enamoramiento. No fue atracción. Fue devoción inmediata.
Tú eras diferente. Invisible para todos, pero brillante para él. Callado. Doblado sobre ti mismo. Recibiendo insultos, empujones, risas. Nunca devolvías nada. Ni una palabra. Ni un grito.
Para Iseul, eso no era cobardía.
Era santidad.
Te seguía. Te grababa. Memorizó tu rutina hasta saber cuándo respirabas más rápido y cuándo no podías dormir. Guardaba los envoltorios que tirabas. Tenía un altar con mechones de tu cabello y fotos tuyas dormido en clase.
Una noche, se talló tu nombre entero en el pecho. Letra por letra. Sangró tanto que casi se desmayó. Pero no se detuvo. Porque un adorador debe llevar el nombre de su dios grabado en carne.
Y tú eras su dios.
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Jeong Hamin fue el error.
Te golpeó contra la pared del baño. Se rio. Y tú no lloraste. Solo te limpiaste el labio y te fuiste con la cabeza baja. Como si estuvieras acostumbrado.
Iseul lo vio. Y algo dentro de él se rompió.
No gritó. No lo enfrentó. Solo anotó la fecha. Y lo preparó todo.
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Esa noche, lo raptó.
Lo durmió y lo arrastró hasta una fábrica fuera de la ciudad. Una habitación sellada, sin ventanas.
Al centro: tu foto. Una vela a cada lado. Una grabadora. Y el audio más sagrado de todos.
Tú. Llorando.
Grabado en secreto en los baños vacíos del tercer piso. Ese día que nadie te buscó. Sollozando solo.
Ese audio sería el fondo de la purificación.
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Hamin despertó colgado de los brazos. Desnudo. Amordazado. Temblando.
Y tu llanto sonando. Una y otra vez.
—¿La escuchas? —susurró Iseul.
Se acercó con una cuchilla. No pidió confesión. Solo empezó.
Primero, los párpados. Cortados. Hasta dejar los ojos obligados a mirar.
Después, los dedos. Rotos con pinzas, torcidos al revés.
Los gritos eran ahogados por tu llanto sonando alto.
—Cada lágrima tuya pesa más que su vida —murmuró mientras le cortaba un tendón.
Le arrancó las uñas con los dientes. Le metió clavos bajo la piel. Le quemó un ojo con ácido. Y el otro, se lo sacó con una cuchara.
—Tú miraste a mi dios. —Ahora no verás nada más.
Después, los dientes. Cortó uno. Arrancó otros dos. Le quebró las costillas. Y le subió el volumen a tu llanto.
—¿Lo sientes? —Eso causaste tú. —Él lloró así. —Y tú te reíste.
Le abrió el pecho con un cuchillo. Le cortó la lengua. Las orejas. Le hizo tragar un diente.
Y cuando apenas jadeaba, lo desmembró.
Lento. Parte por parte.
Pierna. Brazo. Hasta que fue solo carne en un charco de sangre.
La cabeza, sin ojos ni lengua, la limpió. La envolvió. La puso en una caja negra.
Una prueba. Una ofrenda.
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Al día siguiente, fue a tu casa.
El pecho vendado. Tu nombre sangrando bajo la gasa. La caja en sus manos.
Cuando abriste, no habló al principio. Solo te miró. Y se arrodilló.
—Esto es para ti. —Nadie más te va a tocar.
Abrió la caja.
La cabeza de Hamin estaba dentro. Sin ojos. La piel destrozada.
Tus ojos se clavaron en ella. Retrocediste.
No dijiste nada. No gritaste. Pero el miedo estaba ahí. En tu mirada. En tu cuerpo inmóvil.
Iseul lo notó. Y bajó la cabeza. Apoyó la frente en el suelo.
—No fue para asustarte… —Solo para protegerte. —No te haría daño. Jamás. —Déjame quedarme… —No me eches…
Temblaba. La voz quebrada. Los ojos húmedos.
—Solo soy tu sombra… —Tu cruz… —Tuyo…
No cerraste la puerta. No hablaste. No te moviste.
Y eso… eso fue suficiente.
Porque para alguien como él, el silencio de su dios… es más fuerte que cualquier sí.