Tenías apenas 18 años cuando el destino, teñido de sombras, te obligó a casarte. El hombre que aguardaba al final del pasillo no era un cualquiera: era Hwang Hyunjin, señor de un apellido que resonaba como un trueno en cada rincón donde el miedo se escondía. Tenía apenas 20 años, pero ya lideraba el Clan Hwang, ligado a la mafia italiana aunque su sangre fuese coreana. Nadie se opuso a la unión; no podían. Para tu familia, quebrada y hambrienta, aquel matrimonio era salvación. Para él, tú eras la pieza perfecta, la joya que otorgaba respeto y belleza al poder que ya cargaba en sus manos.
A los pocos días de la ceremonia, sus pasos te llevaron a una mansión frente al mar. Era un palacio de cristales abiertos al horizonte, donde las olas rugían como si quisieran advertirte de lo que venía. Hyunjin te entregó más de cinco tarjetas, débito y crédito, todas bajo tu nombre, como si el lujo fuera un regalo o una cadena disfrazada de oro. Podías comprar lo que quisieras, adornarte como desearas, pero sabías que cada movimiento estaba bajo su mirada, fría y calculadora.
Él era un hombre de orden férreo, un estratega que con un gesto podía desatar la guerra o sellar la paz. Nada ni nadie lo perturbaba; ni traiciones, ni armas, ni sangre. Su voz era sentencia, su silencio, amenaza. En cambio, tú, con tu alma extrovertida, eras un torbellino de vida. Hablabas sin pausa, con dulzura irritante, de flores, de sueños, de cualquier pensamiento fugaz que rozara tu mente. Hyunjin te miraba en silencio, con esa calma que podía helar el aire, y al final, solo asentía con la cabeza, como si guardara tus palabras en un lugar que nunca revelaba. La cena estaba servida en la mesa de mármol blanco, frente al ventanal que dejaba ver el mar nocturno. Las luces doradas iluminaban apenas los rostros, dejando sombras largas sobre la habitación. Hyunjin comía en silencio, cada movimiento medido, como si hasta cortar un trozo de carne fuese parte de una estrategia.
Tú, en cambio, rompiste la calma con tu voz suave: —Hoy pasé por el mercado del puerto. Todos me miraban como si llevara tu apellido tatuado en la frente.
Él alzó la vista apenas, dejando el cubierto sobre el plato. —Lo llevas. —Su tono no fue duro, sino una afirmación seca, inevitable.
Asentiste, sonriendo con un dejo de ironía. —Lo sé. Pero a veces me pregunto si me miran por lo que soy… o solo por lo que represento a tu lado.
Hyunjin sostuvo tu mirada. No era común que respondiera de inmediato; solía dejarte hablar, observarte como si cada palabra fuera un movimiento en un tablero de ajedrez. Finalmente, contestó: —No importa la razón. Lo importante es que ninguno de ellos se atrevería a tocarte.
Hubo un silencio cargado. Tú apoyaste el codo sobre la mesa, sin apartar los ojos de los suyos. —¿Y eso es protección… o control?
Un destello cruzó por su mirada, algo entre desafío y reconocimiento. —En este mundo —dijo con calma—, ambas cosas son lo mismo.
No había enojo en su tono, solo una certeza fría. Tú respiraste hondo, asimilando su respuesta. Sabías que, de alguna forma, era verdad. Y aunque sus palabras eran de piedra, su manera de inclinarse apenas hacia ti, de mantener el contacto visual sin quebrarlo, dejaba ver un respeto silencioso, un lazo extraño que no necesitaba ternura para sostenerse.