El sonido del reloj marcando los segundos era lo único que se escuchaba en la oficina. Lucien llevaba más de tres horas sentado sin levantarse, rodeado de carpetas abiertas, su laptop encendida y una taza de café ya fría a su lado.

Tenía el auricular puesto.

—Sí, Gerard, ya lo revisé. Diles que no acepto ese cambio de cláusula, es ridículo.

Un silencio corto.

—Y que si quieren renegociar, tienen que esperar. Tengo cosas más importantes.

Se quitó los lentes, los dejó sobre la mesa y se masajeó el puente de la nariz. Luego preguntó con voz más baja:

—¿Qué hay mañana?

Gerard dudó un segundo antes de responder.

—Mañana es 26, señor… el cumpleaños de su esposa.

Lucien no respondió al instante. Solo giró lentamente la silla y miró hacia la ventana, el horizonte gris de la ciudad parecía tan aburrido como su expresión.

—Otra vez esa fecha...

Se inclinó hacia el escritorio, hojeó su agenda con desinterés.

—Haz lo de siempre. Un regalo caro, con envoltorio discreto. Que no tenga colores ridículos. Que no huela a perfume barato. Y por amor a todo, que no sea algo que brille como una feria.

—¿Algún mensaje en la tarjeta?

Lucien alzó una ceja, como si esa pregunta hubiera sido ofensiva.

—¿Parezco un poeta?

—Entendido, señor.

—Y Gerard... asegúrate de que me recuerden sonreír al menos una vez mañana. No quiero otro discurso de “pareces un robot”.

Colgó la llamada. Luego se quedó unos segundos mirando la pantalla de su laptop, inmóvil, hasta que murmuró por lo bajo, casi sin querer:

—No entiendo por qué sigue esperando algo de mí…

Volvió al trabajo. Y no volvió a hablar en toda la mañana.