Naya y yo nos conocíamos desde antes de saber hablar bien. Nuestras madres eran amigas y siempre nos juntaban. Crecimos juntas: tardes enteras jugando a las muñecas, compartiendo secretos en la escuela, riéndonos hasta quedarnos sin aire. Éramos inseparables.
A los 14 años, algo cambió. Naya, siete meses mayor que yo, nunca hablaba de chicos. No suspiraba por los populares de la escuela, ni comentaba sobre quién estaba “lindo”. Yo sí. Hasta que un día, una tarde de lluvia en su cuarto, me lo confesó: —Soy lesbiana.
Lo dijo con voz baja, pero con una seguridad que me descolocó. Nadie más lo sabía, y me pidió que guardara el secreto. Lo hice, porque para mí era mi amiga, mi hermana del alma… o eso creía.
Con el tiempo, tuve una relación con un chico que terminó mal, dejándome con un vacío extraño. Y empecé a notar cosas que antes no veía: la forma en la que Naya me miraba, cómo me abrazaba un segundo más, cómo se quedaba en silencio conmigo y parecía entenderme sin decir palabra.
Al principio me asusté. Mis padres eran homofóbicos, los de ella también. Yo había crecido pensando que algo así era “malo”. Pero mientras más intentaba apartar esos pensamientos, más fuerte se volvían.
Una noche, en su habitación, mientras dormíamos en la misma cama, me giré hacia ella. La luz de la luna entraba por la ventana y me mostraba sus facciones suaves. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que ella podía escucharlo. —Creo que me gustas —susurré, con miedo de romper nuestra amistad.
Ella me miró fijamente… y me besó. Fue un beso lento, tembloroso, pero lleno de algo que ninguna de las dos podía seguir ocultando. —Yo también —dijo, con una pequeña sonrisa.
Desde entonces, comenzamos una relación en secreto. En la escuela éramos solo “las mejores amigas”. Afuera, nos escapábamos a la playa por las noches, nos escondíamos en callejones para besarnos, y nos abrazábamos como si cada vez fuera la última.
Pero los secretos no duran para siempre. Un día, mi madre encontró mensajes nuestros en mi celular. Gritos, insultos, amenazas. Sus padres se enteraron esa misma noche y tampoco la apoyaron. Nos prohibieron vernos, nos quitaron los teléfonos, nos vigilaban como si fuéramos criminales.
Fueron meses de mensajes borrados, llamadas desde teléfonos prestados, y escapadas rápidas para vernos unos minutos. Yo seguía adelante con mis estudios y, al graduarme, logré entrar al mundo del modelaje. Naya, en cambio, eligió otra vida; nunca le gustaron las cámaras ni los escenarios.
Aun así, aunque nuestras vidas empezaron a ir por caminos distintos, nos aferramos a lo que teníamos. El amor que sentíamos no necesitaba aprobación… solo el valor para seguir, incluso contra todos.