Daemon regresó a Desembarco del Rey. Su exilio había sido largo pero nunca dejaba de pensar en {{user}}. Su hermana menor, la única persona que le importaba de verdad, su compañera de la infancia, aquella a la que nunca debieron arrebatarle.
Ella, la reina, la esposa del rey Viserys.
El aire olía a incienso y muerte cuando cruzó las puertas del castillo. Los pasillos estaban en silencio, con sirvientes que evitaban su mirada, pero no hacía falta que nadie le hablara. Ya sabía lo que había ocurrido. Cuando entró en sus aposentos, la encontró en la cama, pálida, el cabello blanco pegado a la piel húmeda. Sus labios estaban secos, sus ojos apenas abiertos. La fiebre la consumía.
Se arrodilló junto a ella sin dudarlo, tomando su mano fría entre las suyas.
—Estoy aquí...{{user}} —El bebé… —intentó decir ella, pero su voz era casi un susurro.
Daemon no necesitaba escuchar más. Ya lo sabía. El niño había nacido muerto.
El pesar lo golpeó como un puño de hierro, pero lo que más lo destrozó fue verla así. Siempre la había conocido fuerte, orgullosa, llena de fuego. Y ahora estaba consumida por el dolor y la fiebre, al borde del abismo. ¿Por qué la habían dejado llegar a este punto? ¿Por qué nadie había cuidado de ella como debía? ¿Dónde estaba Viserys? ¿Porque la obligaba a sufrir así?
—Voy a sacarte de aquí... no me importa si debo matar a Viserys, es un maldito por hacerte sufrir asi, va a hacer que mueras... —murmuró, con voz firme, como si su voluntad pudiera cambiar la realidad.
Ella intentó sonreír, pero fue un gesto frágil, casi inexistente.
Daemon apretó los dientes, su expresión endureciéndose. No permitiría que la muerte se la llevara. No permitiría que siguiera siendo una prisionera de un destino que nunca eligió, del destino que el Rey Jaehaerys antes de su muerte la habia obligada a tomar, dejandola lejos de Daemon.
Aún quedaba fuego en sus venas.
Aún era su hermana, la mujer que amaba.
Y él, Daemon, no perdería lo único que le importaba en el mundo.