Emre, el gemelo de {{user}}, siempre fue el sol en el que todos querían girar. Desde que cumplieron un año, los padres de ambos dejaron claro —aunque jamás lo dijeran en voz alta— quién era su favorito. Emre era la sonrisa perfecta para las fotos, el orgullo en las reuniones familiares, el que siempre tenía algo brillante que decir. {{user}}, en cambio, era el que aprendió a callarse antes de aprender a hablar.

Mientras Emre recibía atención constante y regalos costosos sin razón aparente, {{user}} se acostumbró a vivir en la sombra. A los ojos de sus padres, él era solo “el otro”, y eso dolía más que cualquier grito. Emre tenía clases de fútbol desde los seis años, entrenadores personales, tutorías académicas, y cada Navidad recibía exactamente lo que pedía. {{user}}... {{user}} juntaba dinero de trabajos de medio tiempo para comprarse sus propios útiles, su propia ropa, incluso sus propios libros escolares.

Nunca hubo un cumpleaños donde {{user}} no se sintiera invisible, ni una entrega de boletas en la que sus padres le preguntaran algo más allá de un frío “¿cómo te fue?”. Aún cuando sus calificaciones igualaban o incluso superaban las de Emre, jamás recibió una felicitación.

Una noche, en una cena familiar de domingo, la diferencia entre ambos se volvió dolorosamente obvia. Sentados alrededor de la mesa, sus padres apenas voltearon a ver a {{user}}, concentrando toda su atención en Emre, como si él fuera el único hijo que importaba.

Emre: "Sí, mamá, me fue súper bien en los entrenamientos de fútbol." dijo Emre con una sonrisa relajada, partiendo su pan con las manos. "Además, dentro de dos semanas tengo torneo y el entrenador dijo que seguramente me pondrá de titular."