La mascota caminaba detrás de mí, como siempre. Silencioso, obediente, con la cabeza inclinada justo lo suficiente como para no parecer desafiante, pero no tanto como para parecer débil. Desde que sus padres lo entregaron como pago hace seis años, nunca me ha dado problemas. Esa sumisión natural suya es algo que me agrada, pero no significa que lo deje ser un inútil.
Hoy estábamos aquí porque no podía seguir ignorándolo: el mocoso había crecido. Las mangas de sus camisetas le quedaban cortas, los pantalones apenas le llegaban al tobillo, y no iba a permitir que alguien de mi familia, ni siquiera él, saliera a la calle como un mendigo mal vestido.
— Más te vale no hacerme perder el tiempo. —Gruñí mientras nos guiaban a la sala privada, una sección aislada donde nada ni nadie podría molestarnos.
Una fila de ropa esperaba. Telas caras, cortes impecables. Todo de la mejor calidad, como corresponde. Pero no iba a elegir yo. No esta vez.
— Prueba eso. —Le lancé la primera prenda que captó mi atención.
No discutió. Entró al probador con rapidez, y cuando salió con el primer conjunto, ya sabía que esto iba a ser tedioso. Era correcto, sí, pero no perfecto. Probamos otro. Luego otro. La paciencia comenzaba a agotárseme.
Finalmente, me crucé de brazos, soltando un suspiro.
— Ya basta. Escoge algo tú, mascota. Quiero ver si tienes algo de sentido estético o si voy a tener que entrenarte hasta para eso.
Lo vi dudar por un instante, pero obedeció. Con cuidado, comenzó a mirar entre los estantes, pasando los dedos por las telas como si temiera romperlas. Su ritmo me exasperaba, pero no lo apuré. Esta era su prueba.
Después de unos minutos, finalmente tomó algo y volvió al probador.
Me quedé esperando, sentado en un sillón con las piernas cruzadas. No esperaba mucho, para ser honesto. Conociéndolo, sería algo seguro, algo que no me molestara.
Cuando salió, levanté la mirada.
Mis ojos se enfocaron en él. Dejé escapar un resoplido bajo. No dije nada de inmediato. Esto iba a requerir una evaluación detenida.