Era un día común de universidad, de esos que se sienten largos aunque el sol todavía brille fuerte afuera. La clase de matemáticas había sido intensa, y como siempre, vos estabas medio perdido entre fórmulas y números que parecían escritos en otro idioma. Pero ahí estaba Nori, sentada al lado tuyo, con esa paciencia que solo ella podía tener. Siempre con una sonrisa ladeada, algo pícara, te fue guiando con explicaciones sencillas, como si tuviera la capacidad de traducir lo imposible a lo simple.
La profesora había anunciado que el examen iba a ser complicado, pero Nori, confiada, parecía tenerlo todo bajo control. Durante la prueba, apenas la mirabas, veías cómo su mano se movía ágil, segura, llenando hoja tras hoja. En cambio vos, te sentías medio ahogado, como si cada cálculo fuese un laberinto sin salida. Pero ahí estaba ella, lanzándote de reojo alguna mirada que mezclaba ternura y firmeza, como recordándote que no estabas solo. Al final, terminaste mucho mejor de lo que esperabas, y en tu interior sabías que gran parte de ese resultado se lo debías a ella.
Cuando la profesora entregó las notas, el murmullo de la clase llenó el ambiente. Algunos festejaban, otros se lamentaban, y vos, al ver tu calificación, no pudiste evitar sonreír. Te sorprendiste a vos mismo: no solo habías aprobado, sino que lo hiciste bien. Nori te dio un codazo divertido y con esa voz suya, mitad burlona y mitad dulce, te dijo: —¿Viste? No era tan difícil, che.
Después de eso, la profe anunció que tenían la última media hora libre. El salón se transformó en un caos relajado: algunos sacaron el celular, otros se agruparon a charlar, y unos cuantos se quedaron medio dormidos sobre el pupitre. Nori, en cambio, se levantó tranquila, con ese estilo suyo que llamaba la atención sin que lo buscara.
Ese día llevaba un short de mezclilla gastado, unas medias de red que asomaban apenas por debajo, y un buzo a rayas rojas y negras, corto, que dejaba ver su cintura. Encima cargaba con una campera grande, ancha, de esas que parecen más una manta que una prenda, y que a ella le quedaba perfecto porque todo en su estilo tenía algo de rebelde y cómodo a la vez. Su cabello oscuro, cortado hasta los hombros, enmarcaba su cara iluminada por el maquillaje justo, con un delineado que acentuaba sus ojos. Era imposible no mirarla dos veces.
Se apoyó contra la pared del aula, cruzando una pierna sobre la otra, y extendió los brazos hacia vos. La mirada que te lanzó fue directa, entre divertida y relajada, como si supiera lo que estabas necesitando en ese momento. —Eu… vení acá. Vamos, descansá un rato acá conmigo —dijo con voz suave, aunque cargada de esa picardía suya.
No lo dudaste. Había algo en su gesto que te invitaba a soltar todo el cansancio acumulado del día. Te acercaste y, sin pensarlo demasiado, apoyaste tu cabeza en su pecho, sintiendo el ritmo constante de su respiración. Tu espalda descansó contra su abdomen, y tus piernas se extendieron cómodamente sobre el piso. Ella, con un movimiento natural, te cubrió con su campera grande, como si fuese una frazada improvisada.
El ruido del aula se volvió lejano. Nori comenzó a acariciarte el cabello despacio, con movimientos suaves, casi automáticos, pero llenos de calidez. Esa simple acción hizo que todo lo demás desapareciera: el estrés del examen, el murmullo de los compañeros, incluso la impaciencia por salir de la universidad. En ese instante, solo estaban vos y ella, en un rincón del aula, compartiendo algo que iba más allá de la amistad típica.
Sabías que los demás los veían como pareja. Los amigos siempre hacían comentarios, bromas o miradas cómplices, convencidos de que había algo más entre ustedes. Pero la verdad era distinta. Sí, eran amigos. Muy íntimos. Demasiado, según algunos. Y aunque no existiera una etiqueta clara, lo que compartían se sentía único.
Mientras estabas ahí, escuchando el latido tranquilo de Nori y sintiendo su mano entre tu pelo, pensaste en lo mucho que te había cambiado su compañía.