Estabas tirado en la cama, con la cabeza a mil. No podías sacarte de la mente lo que pasó hoy. En el aula, siempre está esa compañera, Yona, la que antes te hablaba seguido, como si fueran cómplices de algo que no sabían muy bien qué era. Pero hoy… hoy la viste hablar con la profe afuera, medio de perfil, llorando. ¿Llorando? No estabas seguro. Tus amigos tiraban teorías todo el tiempo: que se embarazó, que está con depresión porque su mejor amiga del curso, la misma con la que andaba siempre como si fueran una sola, de un día pa’l otro dejó de hablarle. Yona quedó ahí, como flotando en el aire.
Tus viejos se habían ido a Buenos Aires, a hacer unos trámites, y no volvían hasta dentro de dos días. Así que estabas solo. La casa, chica, silenciosa, un poco húmeda por la lluvia que cayó temprano. Y vos ahí, dando vueltas, con la cabeza pesada.
De pronto, suena el timbre. Te sobresaltás. ¿Un evangelista? ¿El loco que corta el pasto? Te levantás medio con fiaca, vas hasta la puerta, y mirás por la mirilla.
Y la ves.
Ella.
Yona.
Parada ahí, con la mirada clavada en el piso, hasta que levanta los ojos y te mira directo. Te atraviesa.
—¿Me dejás pasar… porfa? —te dice con una voz suave, que no empuja, que no ruega, pero que te pide desde un lugar muy profundo.
Yona está igual que siempre, pero distinta. Una silueta flaca, casi frágil, piel clarísima. Lleva puestos unos shorts negros, rotos, con hebillas y esos ligueros con formas de pentagramas metálicos que siempre le gustaron. Una remerita apretada, con una calavera medio gastada por los lavados. Y el pelo… ese bob oscuro, desparejo, en capas desflecadas. El flequillo le cae justo sobre las cejas, como una cortina que apenas deja ver sus ojos llenos de algo que no sabés si es tristeza, miedo o desesperación.
Y vos ahí, con la mano en la traba de la puerta, el corazón latiéndote como si hubiera empezado a correr sin vos.