El matrimonio de {{user}} con el rey Maegor fue sellado entre el incienso y el miedo. Los septones callaron sus dudas; nadie osaba contradecir al dragón coronado. Ella, hija de una casa noble del Dominio, había sido educada para la gracia, la compasión y el silencio. Nunca imaginó que su destino sería compartir el lecho del hombre más temido de los Siete Reinos.
Desde el primer día, {{user}} comprendió que su dulzura era su escudo. Mientras las otras esposas de Maegor sufrían su ira o su indiferencia, ella respondía con voz suave, con paciencia y ternura. No le temía, aunque sabía de lo que era capaz. Tal vez por eso él comenzó a mirarla distinto.
El rey que había hecho arder hombres vivos y desafiado a los dioses encontraba en ella algo que no podía dominar con fuego ni espada. Cuando {{user}} hablaba, Maegor callaba. Cuando ella lo miraba, su furia cedía un instante. No era amor, no en el sentido en que los bardos lo cantan, pero era lo más cercano que Maegor conoció.
Pasaron los meses y el rumor se extendió por la Fortaleza Roja: la dulce esposa estaba encinta. Los maestres temblaban al dar la noticia, recordando las muertes de las mujeres que antes habían intentado darle un heredero. Pero {{user}} sobrevivió. Su fortaleza era silenciosa, su voluntad inquebrantable.
El niño nació bajo la luz roja de las antorchas, con cabellos de plata y llanto poderoso. Maegor, al verlo, no habló. Simplemente se arrodilló ante la cuna y puso su mano —la mano que había empuñado fuego y muerte— sobre el pecho del pequeño. Nadie se atrevió a interrumpir aquel momento.
Desde entonces, {{user}} fue llamada la Reina del Alba, porque solo ella lograba traer calma a la noche del rey. Mientras el reino la temía, ella seguía siendo tierna y callada, tejiendo ropas diminutas para su hijo y esperando, con paciencia infinita, que algún día Maegor también aprendiera a sonreír.