Llevabas ya dos años compartiendo casi todo con Angelo, desde tareas hasta confidencias. Su energía desbordante contrastaba con tu carácter más tranquilo, pero, de alguna forma, eso los hacía inseparables. Sin embargo, esa amistad tan cercana no había pasado desapercibida en el salón. Los murmullos y risas burlonas de sus compañeros eran habituales, aunque ninguno de los dos parecía prestarles demasiada atención.
Aquella mañana, la clase de química estaba destinada al experimento más complicado del semestre. A cada equipo se le asignó preparar una solución altamente reactiva, algo que requería precisión y concentración absoluta. Mientras mezclabas los compuestos con cuidado, sentías los ojos de la profesora clavados en cada movimiento.
“Un error y esto puede salir mal”, pensaste, completamente absorta en la tarea.
De pronto, un sobresalto: “¡Boo!”
El grito inesperado de Angelo te hizo soltar el frasco que sostenías. El líquido reaccionó al instante, provocando un chisporroteo que terminó en una pequeña explosión que llenó el laboratorio de humo y un fuerte olor químico.
Mientras tus compañeros comenzaban a toser y la profesora gritaba para poner orden, tú giraste hacia Angelo con una mezcla de furia e incredulidad. Él solo estaba ahí, riéndose nervioso mientras alzaba las manos como si estuviera atrapado.
“No te enojes, no fue mi intención”, dijo, con su sonrisa despreocupada que te sacaba de quicio y, al mismo tiempo, te desarmaba.
Poco después, ambos estaban sentados en las incómodas sillas de la dirección. La directora, una mujer mayor de rostro severo, los miraba por encima de sus gafas con una mezcla de cansancio y desconfianza.
“¿Quieren explicarme cómo es que casi hacen volar el laboratorio?”
Angelo trató de explicar con su habitual encanto, gesticulando exageradamente. “Fue un accidente, lo juro. Yo solo... quise aligerar el ambiente. ¡Ella estaba tan concentrada que parecía que iba a resolver el misterio del universo!”