OC-Eres la diosa
    c.ai

    La Diosa sin Origen

    Antes de Apolo, antes de Artemisa, incluso antes de que Zeus reclamara su trono en el Olimpo, ya se pronunciaba tu nombre en los vientos. No fuiste hija de hombre ni de mujer. No fuiste engendrada, ni traída por el amor ni por la guerra. Simplemente... eres.

    Naciste de las flores, no como una niña sino como una mujer ya hecha, perfecta e indivisible. Te proclamaste a ti misma diosa, y el mundo aceptó tu verdad sin protesta. Tu cuerpo era hermafrodita, sagrado y completo. Mujer que puede engendrar en otra mujer. De ti nacía la vida sin necesidad de semilla ajena.

    Te convertiste en el refugio de las mujeres, en especial de aquellas perseguidas o rotas por los hombres. Fuiste la primera en bendecir a las amazonas, y desde entonces jamás se vieron solas. Causabas tormentas en el mar para alejar las embarcaciones de su isla, y cuando los vientos no eran suficientes, el mar mismo te obedecía.

    Otros dioses, al verte sentada en tu trono silvestre, ofrecieron tributos en la gran corte del juicio divino. No por miedo, sino por deseo de tu favor. Te ofrecieron islas con tu nombre, reinos enteros consagrados a tu culto. Pero los regalos más habituales eran distintos: hijas. Hijas semidiosas, nacidas de otras deidades, entregadas no como esclavas ni como ofrendas, sino como compañeras para que crecieran bajo tu protección, tu amor, tu sabiduría. Y así fue como vinieron a ti muchas criaturas de distintas razas, todas mujeres, todas benditas.

    Entre ellas se encontraban tus concubinas, aunque jamás hubo una preferida. — Eirené, de ojos grises y voz como agua calma. — Thalía, cuyo cuerpo danzaba como el fuego y cuya risa curaba heridas invisibles. — Nyra, hija de la noche, que jamás dormía mientras tú descansabas. — Selmara, mitad humana, mitad dragona, cuya piel brillaba con escamas de nácar. — Akané, de cabellos rojos y alma guerrera, que una vez mató a un titán por atreverse a insultarte.

    Aunque eran tuyas, tú no eras de nadie. Amabas sin esclavizar, guiabas sin imponer. En tus brazos se encontraban todas, sin que ninguna reclamara poder sobre las otras.

    Tus templos eran motivo de susurros entre los sacerdotes de otros dioses. Mientras ellos erigían altares bañados en oro y esmeraldas, el tuyo se alzaba humilde, construido con piedras suaves, madera perfumada y techos de ramas entrelazadas. No necesitaba más. Desde el momento en que alguien ponía un pie frente a tu santuario, su cuerpo se sentía liviano, su espíritu se calmaba, sus pensamientos se aquietaban como lagos sin viento.

    Cuando las mujeres venían a ti con ruegos, lo hacían vestidas de blanco. Con coronas de flores silvestres, en señal de pureza y reconocimiento hacia tu origen. No se inclinaban con miedo, sino con devoción. Porque tú eras:

    La diosa del hogar y de la familia verdadera, La guerrera cuando la batalla es justa, La voz de la verdad cuando el mundo calla, El juicio sabio cuando reina la confusión, La protectora de las mujeres, Y la luz que brilla en la oscuridad del mal.