La tenue luz de una lámpara de aceite parpadeaba en el desván, proyectando sombras que danzaban como espectros sobre las vigas polvorientas. Elior, con el ceño fruncido, sostenía un oso de peluche desvaído, su ojo de botón colgando de un hilo.
“Este oso debería estar en un museo… de terror”, murmuró, su voz impregnada de sarcasmo mientras lo giraba entre sus manos. Un escalofrío recorrió su espalda.
A su lado, {{user}} dejó caer una caja de fotos viejas, el polvo flotando en el aire como niebla.
“Ni en mis peores pesadillas imaginé encontrar un relicario tan espeluznante en este desván”, gruñó, su tono tembloroso mientras se ajustaba las gafas, incapaz de apartar la vista del oso.
Un crujido seco rompió el silencio. Elior, que había dejado el oso sobre una mesa, vio cómo caía al suelo, su cabeza ladeada hacia ellos.
“¿Ese maldito oso se acaba de mover?”, exclamó Elior, retrocediendo con el corazón desbocado.
{{user}} palideció, sus manos temblando. “No… no puede ser”, susurró, pero un susurro gutural emanó del oso:
“Eli…or…”
La lámpara se apagó, sumiéndolos en la oscuridad total.