El Gran Consejo estaba en completo caos.
—¡Debes casarte con Naerys! —exigió su padre, el rey Viserys II, con una severidad que no admitía discusiones.
Pero Aegon, joven y apuesto, con la arrogancia de un hombre que siempre conseguía lo que quería, se negó.
—No lo haré —declaró con desdén, cruzado de brazos mientras miraba a su hermano Aemon y a la dulce Naerys con desprecio—. No me interesa una esposa que pase más tiempo rezando que complaciéndome.
—No tienes opción —insistió su padre—. Ella es tu hermana, tu deber.
Aegon sonrió con una insolencia que solo él podía permitirse. Si debía casarse, al menos sería con alguien que pudiera tolerar.
Y entonces, alzó la mirada y vio a la primera joven noble que pasaba por ahí.
Tú.
No eras nadie especial. No una princesa ni una dama de gran renombre. Solo una joven noble, lo suficientemente bien nacida para ser aceptada, pero insignificante a los ojos de la corte. Demasiado pequeña para su gusto, con apenas 1.45 metros de estatura, pero en ese momento, lo único que importaba era que no eras Naerys.
—Me casaré con ella —anunció, señalándote sin una pizca de duda.
El silencio cayó sobre la sala.
—¿Qué…? —balbuceaste, sintiendo las miradas clavarse en ti.
—Ridículo —espetó su padre.
—Aceptable —corrigió Aegon con una sonrisa burlona—. Ella es noble, es virgen… y más importante aún, no es Naerys.
Y así, en un instante, tu destino cambió.
Antes de que pudieras entender lo que pasaba, te encontraste vestida de blanco, frente a un altar, con la mano de Aegon sosteniendo la tuya con firmeza. Su sonrisa era la de un hombre que había ganado una batalla.
—Relájate, esposa —susurró mientras el septón comenzaba la ceremonia—. Podría haber sido peor.
Para ti, sí.
Para él, era la mejor decisión que había tomado.