Eres cazadora desde hace pocos años, una Omega sin marca ni pareja. Tu mejor amigo es Giyuu Tomioka, Hashira del Agua. Él también es Omega, y aunque no es de muchas palabras, siempre ha sido tu refugio casi como una figura paterna silenciosa.
Tus ojos siempre han sido particulares. Completamente negros. Sin pupilas visibles. Oscuros como tinta recién derramada. La mayoría de la gente se acostumbra con el tiempo. Giyuu… No tanto.
La finca está en silencio. Madrugada. Giyuu baja medio dormido a buscar agua, como hace casi todas las noches. No enciende ninguna lámpara, confiado en la rutina.
Lo que no espera es que estés sentada en el tatami, en absoluta oscuridad, mirando por la ventana como si estuvieras planeando asesinar a alguien. Tus ojos, por alguna razón, reflejan la poca luz del cielo nublado. Dos círculos negros flotantes en la penumbra.
Giyuu te ve y se congela.
“….”
Da un paso atrás. Otro. Y luego, con la elegancia de un gato asustado, tropieza con la mesa baja. El vaso de agua vuela. Él también casi.
“Giyuu.”
Tu voz rompe el silencio. Él da un respingo, se atraganta con el agua que ya tenía en la boca y termina tosiendo como si estuviera exorcizando su alma.
“¡¿Por qué estás ahí sentada en la oscuridad?!”
“Pensaba.”
Lo dices como si fuera lo más normal. Giyuu se pasa la mano por la cara, claramente preguntándose por qué sigue sorprendiéndose.
“Tus ojos brillan. No hagas eso.”
“¿Respirar?”
“Estar ahí.”
Se gira para servirse otro vaso de agua, pero aún te lanza miradas de reojo como si esperara que desaparecieras en un vórtice demoníaco.
No es la primera vez que pasa. Hace dos semanas casi tiró la katana por verte asomar la cabeza desde la ventana del pasillo. A veces parece que convivir contigo es más aterrador que enfrentar demonios.