Llevaban casi tres años de casados. Desde afuera, parecían la pareja perfecta: tú, siempre con esa sonrisa suave; él, siempre impecable, serio, con traje negro, el CEO que todos admiraban.
Pero por dentro, era otra historia.
Jungkook llegaba tarde. Siempre. Con ojeras marcadas, el ceño fruncido, el perfume caro mezclado con el cansancio. A veces ni siquiera cenaba contigo. Solo subía las escaleras en silencio, como si estuviera huyendo del mundo… o de ti.
Y tú le esperabas. Siempre.
Incluso cuando tus amigas te decían “yo no aguantaría eso”. Incluso cuando tu corazón se llenaba de dudas, cuando pensabas “¿y si hay otra?”. Pero no podías irte. No porque fueras débil. Sino porque lo amabas. Más de lo que él mismo parecía entender.
Una noche, mientras tú fingías dormir, escuchaste que entraba en la habitación. Pensaste que solo se cambiaría de ropa como siempre, sin decirte nada. Una noche, mientras fingías dormir, escuchaste que entraba en la habitación. Pensaste que solo se cambiaría de ropa como siempre, sin decirte nada.
Y así fue.
Lo oíste dejar el reloj en la cómoda. Quitarse la chaqueta. Luego los zapatos. Todo sin una palabra. El silencio entre ustedes se había vuelto una rutina más. Como respirar.
Te diste vuelta solo para verlo de reojo. Él se sentó en el borde de la cama, cabizbajo, los codos sobre las rodillas. No dijo nada. No te miró. No te tocó.
Y tú tampoco dijiste nada.
Ya habías aprendido que hablar solo terminaba en discusiones. Y que discutir con alguien que no quiere escucharte... cansa más que el silencio.