En el salón del trono estaba, los murmullos crecían entre la Corte mientras los miembros del consejo y los nobles debatían el delicado asunto de la sucesión de Marcaderiva. Alicent Hightower estaba junto a sus hijos, con la espalda recta y los labios apretados en una fina línea. A su alrededor, Aegon, Aemond y Helaena, cada uno con sus propios pensamientos.
Aegon, como siempre, parecía distraído. Su mirada vagaba sin rumbo, aburrida del constante vaivén de acusaciones que parecían no tener fin. Fue entonces cuando la vio.
Estaba de pie junto a los guardias de la familia Velaryon, pero no vestía los colores de los mares ni de los dragones. Su cabello era oro blanco como luz de la luna, su piel tenía el inconfundible pálidez de los valyrios. Había algo en ella, elgo que lo atraia. Sus ojos, de un violeta profundo, se encontraron con los suyos por un instante, y Aegon se sintío descubierto pero no hizo por dejar de mirarla.
—¿Quién es ella? —preguntó en un susurro a su madre.
Alicent ni siquiera disimuló su disgusto. —Es una bastarda —dijo con evidente asco, asegurándose de mantener el tono bajo, pero lo suficientemente desagradable para que Aegon lo entendiera— Una hija de Daemon que trajo consigo desde Pentos.
Aunque sabía lo que su madre pensaba de los bastardos, no pudo evitar encontrarla... fascinante. Había algo en ella, en sus rasgos finos y esa dulzura que transmitia muy diferente al aura de peligro de Daemon.
—Es bonita, ¿no lo crees? —añadió Aegon con una sonrisa ladina que buscaba molestar a su madre.
Alicent lo miro con desagrado, pero Aegon no dejó de mirar a la joven. Aegon no estaba seguro de por qué ni cómo, pero esa mujer había llamado su atención
Cuando los ojos de la mujer volvieron a encontrarse con los suyos, Aegon le hizo una leve inclinación de la cabeza y una sonrisa, y ella hizo lo mismo. Quizás, después de todo, el día no sería tan tedioso como había imaginado.