Cada noche, bajo la sombra de la luna, un cuervo de plumas negras como el abismo descendía silencioso sobre el campo. Se posaba en la rama más alta, siempre la misma, para contemplar a la joven que vivía en la cabaña cercana. Ella era humana, tan frágil y luminosa que Hades, el señor del inframundo, no se atrevía a mostrarse. ¿Cómo podría una criatura como ella amar a alguien como él?

Así, noche tras noche, la vigilaba en silencio, cuidándola sin que ella lo supiera. En su forma de ave, ella lo aceptaba. Le hablaba, le ofrecía migas de pan, y hasta llegó a llamarlo “mi guardián oscuro”. Y aunque su corazón ardía por revelarse, el miedo lo encadenaba.

Pero todo cambió una tarde. El sol aún no se había escondido cuando un hombre del pueblo se acercó a ella en el campo. Al principio, fingió amabilidad, pero sus intenciones pronto se tornaron oscuras. Ella intentó huir, pero tropezó, y fue entonces cuando Hades ya no pudo contenerse.

Un graznido desgarrador llenó el aire. El cuervo se lanzó, y en un remolino de sombras, su cuerpo se transformó. Las alas se hicieron capa, las garras, manos; y en segundos, el dios de los muertos emergió en su forma real, imponente y aterradora. Su mirada ardía con furia divina.

El hombre huyó, temblando. Perséfone—no, ella no era Perséfone, pero su pureza le recordaba a ella—se quedó quieta, mirándolo con ojos enormes, temerosos.

Hades se arrodilló, no como un dios, sino como un hombre enamorado. “Perdóname… por no haberte dicho quién era. Solo quería protegerte, se que una criatura tan horrible como yo , el Dios más odiado por todos , nunca tendría tu amor o cariño."