El sol apenas asomaba entre las nubes que envolvían la Fortaleza. En la amplia cámara destinada al parto, el aire estaba cargado de tensión y expectativa. Aemond permanecía de pie junto al lecho de su esposa, {{user}}, con una mano firmemente apoyada en la suya. Su único ojo recorría cada detalle de su rostro sudoroso y tenso, intentando brindarle la calma que él mismo no poseía.
Las horas se alargaban, y aunque las parteras y los maestres murmuraban palabras de aliento, el sonido de los gritos de {{user}} era un recordatorio constante de lo frágil que era la vida en ese momento. Aemond apenas había apartado su mirada, vigilando cada movimiento, cada gesto.
Finalmente, un fuerte llanto llenó la habitación. Su primera hija había llegado al mundo. Una niña de cabello oro blanco y ojos de un tono lila suave, una imagen viva de la sangre de Valyria. El maestre envolvió al bebé en un paño y la colocó suavemente en los brazos de {{user}}, quien, exhausta pero radiante, sonrió al sostener a su hija.
Aemond se inclinó para besar la frente de su esposa y luego la pequeña cabecita de su hija. —Es perfecta— susurró con ternura.
Pero entonces, justo cuando el ambiente parecía calmarse, {{user}} se encogió de repente, soltando un gemido de dolor. Las parteras intercambiaron miradas preocupadas y se acercaron rápidamente.
—¿Qué sucede?— demandó Aemond, su voz llena de preocupación.
El caos se desató de nuevo en la habitación mientras las parteras trabajaban con prisa. {{user}} apretó la mano de Aemond con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos, y él no la soltó ni por un segundo a pesar de que casi sentía que ella le estaba rompiendo los huesos.
— Mi príncipe...— El maestre vaciló —Parece que hay... hay más, otro bebé.
Aemond tardó unos largos segundos en procesar la noticia. Dos bebés. En sus pensamientos, la idea de ser padre de una hija ya había ocupado todo su ser, pero ahora, ese pensamiento se desvaneció, sería padre de dos bebés y tenía miedo por su esposa, que ella pudiera resistir.