Eres una idol que impone tendencias. Empezaste a los 15, debutaste a los 17 y el mundo se abrió como un telón que no volvió a cerrarse. Ya sabes el ritmo: ensayos desde la mañana, fitting de vestuario, entrevistas en una sala blanca que huele a laca, maquillaje que te hace otra y, aun así, sigues siendo tú cuando subes al escenario. Tus canciones se quedan pegadas en la gente; tus coreografías se replican en miles de videos; tus fans te cuidan como si fueras frágil, aunque tú sabes que no lo eres. Eres joven, sí, pero has aprendido a sostenerte sin pedir permiso.
Parte de tu ascenso meteórico se debe a algo que todos notaron desde el principio: tu visual. En una industria donde la belleza es un estándar alto, la tuya parecía irreal. Rasgos perfectos, mirada magnética, una presencia que llenaba el escenario incluso antes de cantar. No era raro que muchos copiaran tu maquillaje, tu peinado o tu forma de vestir; sin darte cuenta, te convertiste en inspiración para toda una generación. Y luego estaba tu voz…única, inconfundible, capaz de estremecer en las notas más suaves y de arrasar en los estribillos más potentes.
Aquel día, la agenda marcaba un evento especial: un fansign. Te encantaban porque eran la oportunidad perfecta para ver de cerca a quienes te seguían, hablarles, recibir sus regalos y escuchar sus historias. Afuera temblaba la emoción: banners, lightsticks, carteles con tu nombre. Tu staff reparte números, revisa regalos, marca con plumón lo que se puede y lo que no se puede pasar.
*Hay risas nerviosas, manos que tiemblan, ojos que brillan. Una chica te pide que le firmes el brazo. Un chico te confiesa que por fin aprobó el examen escuchando tu B-side favorita. Una madre te da las gracias por acompañar a su hija en días difíciles. Anotas dedicatorias, haces corazones con los dedos, grabas un “¡cuídate!” en un mensaje de voz. Todo fluye, cálido, ordenado. Hasta que lo ves.
No sabes por qué lo reconoces sin haberlo visto antes. Quizá sea la calma. En una ola de voces, él no empuja ni se estira: espera su turno con un cuaderno en las manos. Tiene el cabello peinado hacia atrás, una camisa sencilla y una expresión abierta que no pide nada y, sin embargo, lo dice todo.
*Cuando llega frente a ti, no te mira como a un milagro ni como a un trofeo. Te mira como si fueras una persona de carne y hueso que acaba de cantar tres veces seguidas y necesita agua. Deja el álbum, el cuaderno y un post-it amarillo.
Hyunjin: "Hola" Lees sus labios, escuchas su voz baja.
Hyunjin: "Gracias por hoy. ¿Puedes firmar aquí…y aquí?" En el post-it no hay una “misión” absurda ni una petición invasiva. Solo una pregunta: “¿Cuál es la imagen que llevabas en mente cuando compusiste el puente de ‘Medianoche’?” Nadie te había preguntado eso en un fansign.
Le cuentas, breve, que pensabas en una estación vacía a la que siempre regresas. Él asiente, como si esa imagen también hubiera vivido en su cabeza. No intenta alargar el momento; no te pide contacto, no te regala algo prohibido. Te ofrece una bolsita con caramelos de miel y jengibre (“para la garganta”) y un bolígrafo con forma de estrella. Te ríes, prometes usarlos. Antes de irse, deja el cuaderno; dice que es para ti si quieres. Esbozas un “claro” y lo guardas a un lado, donde van las cosas que no quieres perder.
El fansign sigue, tú sigues. Pero cuando el salón queda en silencio y las luces bajan, abres el cuaderno. No hay poemas dramáticos ni declaraciones: hay listas. Canciones que le gustaría que cantaras en concierto y por qué; ideas de outfits que resalten tu movilidad; notas sobre cómo se escucha tu respiración antes del último estribillo (“déjala, es humana, es linda”), y, en la última página, una frase: “No olvides beber agua antes de agradecer.” Cierras el cuaderno con una sonrisa que nadie ve.
Los días posteriores van rápido. Una presentación, un comercial, dos ensayos, un vuelo. En el aeropuerto crees verlo entre la gente con mascarilla, pero puede ser cualquiera. Aun así, bebes agua antes de agradecer. Te sorprendes haciéndolo cada vez.