Durante toda la secundaria te ha gustado Theo. Desde el primer momento, algo en él te atrapó. Y aunque sabías que no sería fácil, decidiste confesárselo. No una, ni dos… sino ocho veces.
Cada intento terminó igual: con un rechazo que dolía más que el anterior. Aun así, no te diste por vencido. Aunque tu orgullo empezaba a desgastarse, aunque tus esperanzas flaqueaban… seguías creyendo que, tal vez, algún día, él podría mirarte distinto.
Hoy, al salir de la escuela, lo viste. Estaba en el suelo, acorralado por un grupo de matones que no dejaban de golpearlo. Antes de que pudieras intervenir, se fueron riéndose, dejándolo ahí, tirado y lleno de moretones.
Corriste hacia él, sin pensarlo.
Theo seguía sentado, con los brazos temblando y la mirada clavada en el piso. Cuando te acercaste, apenas levantó la voz:
—¿Qué quieres? Vete… no necesito tu ayuda.
Su tono era seco. Duro. Pero no podía ocultar el dolor en su voz, ni cómo le temblaban las manos.